martes, 30 de diciembre de 2008

De otro planeta

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Me acuerdo cómo fue que llegué en esa tintorería. Estaba dando vueltas con el traje hecho una pelota adentro de una bolsa, lo necesitaba rápido y fue el primer lugar abierto que encontré. Me atendió un pibe joven, simpático, que me lo prometió para la mañana siguiente. Cuando estaba saliendo escuché: “Mancha de pizza”. Me di vuelta: el pibe estaba en el mismo lugar, completando un formulario, con mi traje sin sacar de la bolsa.

–¿Cómo adivinaste? –le pregunté.

–¿Qué cosa, señor? –contestó.

–Lo del traje, que está manchado de pizza.

–Yo no dije nada.

–Ah, perdón, me habrá parecido –dije, y salí sin prestarle mucha atención.

Al día siguiente me entregaron el traje perfecto y me olvidé del asunto, hasta que un par de meses después se me rompió el lavarropas y tuve que volver. El empleado me reconoció y me saludó cordialmente; recibió las cosas y me dijo que pasara el día siguiente, después del mediodía, que seguro ya iba a estar todo listo. Mientras me preparaba un recibo miré el lugar: de la entrada hasta el mostrador no había más de dos metros; de allí hacia atrás, una hilera de lavarropas y otras máquinas que se estiraban hasta la oscuridad. Apenas una lámpara iluminaba el sitio, que aprovechaba una entrada vidriada con la inscripción “Tintorería Tsun” para alimentarse de luz natural. Guardé el papel que me entregó el chico, saludé y me fui. Desde la vereda escuché que alguien decía: “Un gordo, hincha de Boca, le gusta el vino”. Me estremecí. Miré hacia adentro; el chico estaba hablando por teléfono, el local estaba vacío y mi ropa había desaparecido del mostrador. Di la vuelta manzana y entré. Lo encaré de una:

–¿Qué hacés, viejo, que decís lo que hay en mi ropa?

–No entiendo lo que me dice, señor.

–Mirá, no te hagás el nabo. Hacé una cosa, devolvéme todo y no me vengo más por acá.

–Pero, ¿qué pasa?

Sin escucharlo, salté el mostrador y me metí entre las filas de máquinas, buscando mi ropa, si es que ya no la había puesto a lavar. El pibe me seguía al trote, gritándome “Cálmese, señor, cálmese”. Me tropecé con algo y empecé a putear. El chico me alcanzó y prendió una luz. Había un viejito chino (o coreano, o japonés, que sé yo) caído en el piso, con mi bolsa en la mano. Estaba cerrada.

–Perdóneme, es mi abuelo que me ayuda –me dijo el empleado.

–Malo –dijo el viejo–, tribunero, con esa bicicleta de morondanga.

–¿Qué? ¿Cómo sabe qué hay en la bolsa? –pregunté.

–Ah, no se preocupe –dijo el chico–. Mi abuelo quedó ciego hace años y dice que con el olor se da cuenta de qué hay en cada bolsa y que puede decirme cosas. Creo que está medio loco.

–Medio loco hay que estar para haber guardado tanto tiempo una remera de este muerto –dijo el viejo.

Velas a Balzac

lunes, 29 de diciembre de 2008

Energía y materia

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Diana se sentaba delante de mí en las clases de lógica. Me enamoré de su nuca, blanca y lisa, como de porcelana. Si ella movía la cabeza, yo respiraba su olor, a flor, a pasto, a bosque, a mar. Estaba enamorado de ese perfume lejano como un recuerdo. Diana era inmaterial. Recién al final del semestre me animé a hablarle y por una cuestión con un libro que yo tenía que prestarle, o ella a mí, me dijo que pasara al día siguiente por su casa.

Cuando me abrió la puerta de su departamento, creí entrar en una pecera llena de éter perfumado. Ahí adentro la luz caliente y sucia de la calle se convertía en aire liviano. No había casi muebles. Diana estaba vestida de claro, pantalones anchos y camisa blanca. Estaba descalza. Así debían ser los djinns de las mil y una noches. Trajo una bandeja con dos jarros y se sentó en un almohadón en un costado de la pieza. Me dijo que era té de rosas. Yo nunca lo había probado y se me ocurrió que el perfume misterioso de Diana debía ser el de ese té. Me senté en el otro almohadón y, como siempre que estaba frente a ella, no supe que decir.

De repente sentí el olor, inconfundible. Levanté un poco el pie izquierdo y miré mi zapatilla. Ahí estaba: una pasta amarillenta metida en el dibujo de la suela. Casi me da una arcada, de asco, de desesperación, era el final de todo lo que todavía no había empezado. No dije nada, me paré con cuidado y caminé hasta la puerta, pisando con el costado del pie para no ensuciar el piso de madera clara. Me saqué las zapatillas en la entrada y volví a sentarme con una sonrisa estúpida. Diana seguía sentada con las piernas cruzadas y la paz de una estampa japonesa.

Me alcanzó uno de los jarros, me lo acerqué a la nariz. Olí, buscando inspiración. Volví a oler. Con espanto me di cuenta de que el vapor de las rosas se mezclaba con otro olor, no el de recién, otro más sutil pero igual de inmundo: el olor a pie, mis pies, las cuadras que había corrido en el calor de la tarde. Me pareció que Diana fruncía la nariz. Pensé sacarme las medias, pero la imagen mis pies al lado de los pies descalzos de Diana, como recién salidos del mar, sus uñas nacaradas, era incongruente. Para alejarlos, me arrodillé y me senté sobre los talones. Era una posición absurda, incomodísima, ridícula. Las piernas se me acalambraron y el olor seguía ahí instalado, rodeándonos. Era el olor del jean, que no me cambiaba desde hacía días, el olor del morral, que arrastraba la mugre del colectivo, de la ciudad, de la fritanga del bar donde había almorzado a mediodía. Me tomé el té casi de un trago, apenas si le sentí el gusto, le dí el libro, o me lo dio, y me fui.

A Diana la perdí para siempre en las vacaciones. Desde entonces preferí enamorarme de chicas de carne y hueso.

viernes, 19 de diciembre de 2008

El búfalo

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Desde hacía una semana, en el palier de entrada de mi edificio había olor a podrido. El primer día pensé que eran las bolsas de basura que estaba sacando Fermín, el encargado. Pero la insistencia del aroma me animó a preguntar. Fermín dijo que el técnico ascensorista había revisado el fondo y no había visto nada pero que, sin lugar a dudas, el hedor provenía de las profundidades de la planta baja. Calculaba Fermín que podía tratarse de una paloma o gorrioncito muerto o de una bolsa de basura que un malintencionado habría arrojado por el hueco. Yo optaba por la segunda opción: es prácticamente imposible que una paloma o gorrión se aventuren por el palier cuando la puerta se mantiene cerrada con llave las 24 horas. Yo también había formado mi propia versión: una rata muerta era más factible.
Dos días después, el técnico ascensorista vino a hacer la revisión mensual de los tres ascensores del edificio. Una vez que se retiró, fue evidente que no se había ocupado del pestilente problema. Me impacienté.
Aproximadamente a las 12 de la noche, Fermín duerme y la gente deja de entrar y salir con cierta frecuencia. Bajé en el ascensor hasta el primer piso, y ahí lo trabé. Escalón tras escalón, llegué a la planta baja. Armado con un destornillador vencí la fuerza de la puerta tijera. Salté al fondo y encendí la linterna que llevaba en el bolsillo del pantalón. Apunté a mis pies: nada. Apunté en el sitio debajo del segundo ascensor: nada. Apunté en el sitio debajo del tercer ascensor: algo.
Lo que aún no logro entender es cómo había llegado allí, pero estaba allí: era un perfecto búfalo, con sus cuernos, sus pelos y su color pardo, muerto y desangrado debajo de nuestros ascensores. Tampoco consigo abordar la nota que llevaba adherida al cuerno derecho: “No soportaba más. Perdón por todo. El Búfalo”. Até una soga gruesa a su cuello y, con muchísimo esfuerzo, lo arrastré fuera del fondo de los ascensores. Lo saqué a la calle y enseguida aparecieron los basureros, que contaron hasta tres, lo levantaron y lo arrojaron adentro del camión. No preguntaron nada. Volví el primer ascensor a la normalidad y me fui a dormir.

sábado, 13 de diciembre de 2008

¡¡Historia!!

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LLegamos juntos, nos fuimos separados. Ese podría ser el título del calvario que atravesé durante los últimos cinco meses a causa de mi apresurada decisión de viajar con un idiota. Al principio la consigna era sencilla: estar un sólo día en cada ciudad o pueblo y tomarse un tren hasta la siguiente parada. No llevar a nada ni nadie con nosotros: impregnarnos al máximo de cada lugar y punto. Pero claro, ya lo dije: viajé con un idiota.
Me cansé de decirle que se tranquilizara, pero ni pelota; para colmo el segundo día empezó a tomar yagé.
Me confundía con el gurú indígena de las selvas latinoamericanas, así que agarré las valijas y me fui.
Lo malo es que al llegar a la frontera descubrí que el pasaporte que llevaba en el bolso era el del idiota, y no tenía idea de como ubicarlo.
Así que fotocopié el documento, hice una ampliación y empecé a pegar la foto del idiota por todos los postes, paredes y vidrieras.
Con tal mala suerte que la policía lo andaba buscando por vender falopa.
Me llevaron en cana por las dudas como cómplice o testigo, después se vería. "Las preguntas las hacemos nosotros", me dijo uno y me puso un bife.
Mi pregunta era una sola: ¿Adónde mierda está este idiota?

viernes, 12 de diciembre de 2008

Chipa

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Al bajar del micro pisé la correa de la mochila. La tira se rompió y eso me pareció de mal augurio. Así que mi mente empezó a dibujar mil y una complicaciones, de las cuales la primera se cumplió cuando subí al taxi.
El taxista me aclaró que me iba a llevar adonde se le diera la gana y me dijo que me metiera la LONELY PLANET en el culo. Abrí la puerta, tiré la mochila y me tiré atrás: quedé raspado y dolorido, la mochila a media cuadra. Me saqué la LONELY PLANET del culo y busqué un bonito restaurante, que taxista hijo de puta, ciudad de mierda, maldita la idea de conocer Ciudad del Este.
En el restaurante daban para picar pan con mandarina y el centro de mesa era un minicomponente de oferta. Traté de ver como estaba vestida la gente, me saqué la remera de adentro del pantalón, me arremangué las botamangas, me peiné con las manos la raya para un costado. Pensé pasar desapercibido hablando como Chilavert o como Arnaldo André y pedí un poco de chipá.
La gente se empezó a reír de mí, qué pasa?, qué pasa?, empecé a gritar. El mozo me llevó a un costado y me dijo al oído: rajá ahora o cobrás. Junté bronca y le rompí una silla en la cabeza.El problema fue pedir chipá… Tendría que haberme quedado piola porque ahora estaba preso. Y todo por hacerme el vivo y no irme con los viejos al departamento de Santa Teresita

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Playero

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Lo primero que hice fue ir a la playa con mochila y todo. La arena caliente me alegró y el mar frío terminó de excitar. Pero dudaba si dejar las cosas abandonadas en la arena para adentrarme en las olas. Ahí fue cuando Vero y sus amigas (todavía no conocía su nombre) se ofrecieron a cuidármela. Sonreí como un tarado y agradecí varias veces, demasiadas, siempre mirándola a ella. Sus amigas se rieron.

Me metí al mar confiado. Entonces las chicas se sacaron las ropas y se pusieron a tomar sol desnudas.

Cuando estaba saliendo, aparecieron los tipos. Ya era demasiado tarde: las chicas vieron mi cuerpo escultural y empezaron a gritarme cosas. Se ve que, aunque hablaban español, no querían decir exactamente lo mismo que aquí, y no terminé de entender.

A ese punto yo sólo quería mi mochila, la señalaba. Ellas se reían; los tipos no. Entonces les dije a todos, apuntándolos con el dedo: "¿Quién se banca un mano a mano?"

Se me vinieron todos al humo. Tres me agarraron y el resto empezó a cavar un pozo.

"Eh, aguanten, che", dije, a ver si lo argentino les caía simpático. Pero no.

martes, 9 de diciembre de 2008

Hippismo

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Me habían dicho mil cosas maravillosas sobre el lugar pero, ni bien pisé, me sentí por demás decepcionado. Es que me había hecho la idea de que llegaría a una especie de paraíso y la verdad... Esa plaza de pueblo con iglesia, municipalidad, teatro y comisaría no prometían más que embole.

“Al mal tiempo buena cara”, dije y me uní a un grupo de hippies tomando mate. A la semana ya sabía tejer con hilo de cera y hacer malabares. Me ganaba las monedas en la Terminal vendiendo mis primeras artesanías y ya había aprendido a liar fasos.
La barba y el pelo me crecieron relativamente rápido. Me vi a mí mismo como un hombre-camaleón, capaz de adaptarse a cualquier entorno. “Soy Zellig”, me dije, y eso me puso contento.
Así, eufórico, llamé a casa para saber cómo iba todo. Hablé con mi viejo:

- Rodolfo está en cana y tu hermana quedó embarazada.

La filosofía hippie me impulsó a prender uno y olvidarme de ellos. Ya me veía en camino a transformarme en uno de esos cincuentones patéticos , de colita y pelo gris. Y, a decir verdad, la idea me encantó y empecé a planear superar a mis hermanos: yo solito y solo caería en cana y además embarazaría a una pendeja.
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Luna de miel en Shangai

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“He descubierto que no hay forma más segura de saber
si amás u odiás a alguien que hacer un viaje con él”.
Mark Twain

Llegamos cansados y hartos del viaje. Enseguida me cayó mal la cara de la gente. En Shangai se debe comer muy mal o por lo menos el morfi huele mal: ¡ZAAH! Grita el chino y le rebana un brazo al mono que grita. ¿Pata o muslo? Pienso.
- Mejor vamos a otro lado –dijo Mónica- No me gusta este lugar.
- Tenés razón, vamos. –dije.
Cuando me levanté, el mozo se acercaba con un cuchillo amenazante. Le pedí que se detuviese, que yo era inocente que por favor no me mate, pero el cuchillo lo traía para cortar el pollo. Igualmente, nos bloqueaba la única salida del boliche y perecía que nos íbamos a tener que quedar a almorzar ahí, nomás.
Pero no había caso, Shangai me cayó como el culo y ese pollo se me antojó contaminado. Así que llegué al hotel y me metí los dedos en la garganta para vomitar como Dios manda. Estaba a pura arcada cuando por el ventanuco entró un mono, me manoteó un zapato y se mandó a mudar. Y atrás otro mono o el mismo me afanó el otro zapato.
Descalzo como estaba empecé a trepar el árbol, al llegar a la copa levanté la cabeza y así empezó mi amor por Yang Lee. Ella, radiante, les tiraba cascotes de trescientos gramos o más con una puntería mágica a los monos. Al recibir los impactos caían como muñecos sobre las flores de los jacarandá.No sabía que había jacarandá en China, ni tampoco que los monos robaran zapatos, ni que éstos también tuvieran los ojos rasgados. Lo mejor fue conocer a Yang Lee y a sus extrañas artes amatorias, salir a escribir grafitis y darle masa mientras pude, mientras estuve en Shangai y hasta que Mónica se dio cuenta.


lunes, 8 de diciembre de 2008

Los barrios

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ESTACIÓN MITRE decía el cartel y tuve que bajar porque el recorrido ya había terminado. Pensé en tomarme el tren en sentido contrario y darme un rato más para seguir pensando. Pero preferí bajar y recorrer el barrio Mitre… ¿Se llamaba Mitre?
Nunca me importó mucho el nombre de los barrios, ni de las calles, mientras haya algo para comer y cobren barato. Caí en el buffet del Club Juventud Unida y un gordo en cuero y con delantal me dijo de mal modo:
-¿Qué le sirvo?
-Ginebra y queso.
La bebida del valiente y el alimento del perezoso. Al gordo le veía cara conocida, pero sus modales infundían tanto terror que preferí no decirle nada. Detrás del mostrador había una chica, algo gordita y despeinada que no dejaba de mirarme.
-¿Qué mirás, pajero? –me gritó el gordo
-Nada, nada, jefe.
-Me estás mirando a la pendeja y encima te hacés el dolobu, acá, en mi boliche. ¿De qué barrio sos?
Le dije eso de que los barrios no eran importantes y ahí nomás me dijo:
-¡Ahora te fajo!
-¿Qué te pasa, gorda maraca? –le grité.
Rompí la botella de Ginebra que había quedado en el mostrador y di un paso al frente.
Cuando estábamos cara a cara, a punto de matarnos, supe quién era. La gorda maraca era mi primer novio.

Bienvenida

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Cuando la vio aparecer en el andén, lo sorprendió que hubiera engordado tanto.
–Silvio, casi no te reconozco. ¿Qué hacés con esa barba? En casa están los primos, vamos y después ves.
Su diálogo interior se transformó en un monólogo que repetía: “no fue a esta mujer a quien llevé al aeropuerto”.
–Silvito, no te imaginás lo contenta que está la Nelly con tu visita.
Cuando Carla terminó la oración, Silvio intentaba olvidar que su debut sexual se había convertido en un gorila rubio. La gente va cambiando, todo el tiempo, a cada rato pero no creía que Carla estuviera tan descuidada. Las fotos que mandaba por Internet estaban photoshopeadas o de ángulos raros, ahora entendía.
“Hija de puta, con photoshop me hizo subir a un tren y venir hasta acá”.

Ahora lo único que deseaba era que su hermana Nelly, quien lo iba a alojar, no siguiese tan amargada como siempre. Y que hubiese preparado un asado, eso sí: “Si no hay polvo, hay asado”.
Se sentaron a la mesa; Silvio, entre Carla y Nelly. Las dos le acariciaban las piernas. Desesperado, entre el asco y el placer, se paró a buscar la sal. Ahí se puso a charlar un rato con el marido de la Nelly para atrasar un rato la vuelta a la mesa. Parecía que ahora las dos estaban peleando. Y la verdad, que entre tanta gorda fulera, el marido de la Nelly le empezó a parecer lindo tipo.
A la noche, en esa piecita de mala muerte que le dieron, entraron los tres y se dio cuenta de que estaba todo preparado de antemano.

lunes, 1 de diciembre de 2008

El fondo del universo

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Toto:

Lo inerme nos habita en las entrañas, se nos revela en las soledades y angustias, nos pone frente a lo inasible del misterio del universo y nos interroga sobre nuestra posición en el mundo. Ha llegado, lo pude sentir, el momento de congregarme con los ideales que me transporten al epicentro del sentir, para poder navegar hacia los fondos de la conciencia y de la sabiduría, hasta encontrar algún rito de pasaje que me permita remover el sustrato de mis imágenes. No hay salida ni escape hasta que sepanos cuáles son las cadenas que nos prohíben los gozos y las sombras, querido amigo. Acaso vos nunca puedas preguntarte sobre los páramos del sentido, sobre el devenir de lo otro en el cosmos, no lo sé, a lo mejor sí lo has hecho, incluso antes que yo, qué importa quién lo hizo primero, después de todo.

No voy a relatarte las navegaciones que me llevaron por el espacio, querido Toto, hacia los confines de la experiencia. Sólo voy a decirte que el punto de partida es siempre el interior, aquello indecible, inaprensible, insensible, indetenible, imposible, intransitable como Libertador el otro día. Ahora lo sabés, hermano mío. La fuerza que nos llama y pide que la rescatemos es el grito conmovedor de nuestro interior que lucha por conseguir una nueva identidad cósmica que nos acompañe. Te deseo mucha suerte en tu viaje al interior, Toto, y ojalá que tengas el coraje de afrontarlo.

Cariños,

El Gordo.

PD: Le estoy cuidando la casa a mi primo acá en Haedo, él está de vacaciones en Santa Teresita. Si tenés para el pasaje venite que la pasamos bomba, estoy llenando la pelopincho.

lunes, 24 de noviembre de 2008

La salida

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“Hay una fuerza que excita desde adentro. La emoción se adueña de la piel. Una sensación de estómago vacío, debilidad en las piernas, la cabeza parece de hierro sólido”.

Nunca tendríamos que haber venido a este pueblito perdido en el medio de la nada, porque uno puede ponerse medio melancólico y terminar haciendo cualquier locura. Sé que en Buenos Aires no hay nada de laburo y que terminamos rebotando acá después de no sé cuántas vueltas, pero yo lo conozco al Gordo y puede mandarse una cagada en cualquier momento, sobre todo si no tiene nada en que mantenerse ocupado. Y sé que el otro día, después de discutir porque nos querían echar de la pensión porque ya le debemos como un mes, salió por ahí y volvió con cualquier idea en la cabeza. Me empezó a hablar de la necesidad de un grito renovador y no sé qué otra cosa. Lo mandé a la mierda, sin mucho más que agregarle, pero parece que al Gordo cuando se le mete una cosa en la cabeza no hay vuelta que darle, porque al otro día se apareció con un libro, me quería leer unas cosas, y ahí casi hubo piña. Porque yo tolero que cada uno ande en la suya, pero que a mí no me vengan con las represiones internas o las pragmáticas del carajo o qué se yo. Esa noche, para no seguir el quilombo, me fui yo y lo dejé sólo en la pieza, para que se diera cuenta de que si seguía con ese raye no nos íbamos a ir nunca de este caserío de mierda, nunca nos íbamos a escapar del interior. Pero cuando volví al mediodía siguiente no lo encontré por ningún lado; se había llevado las cosas y dejado pagada la deuda con el patrón de la pensión. Me dejó un papel encima de la cama con una frase que no entendí, creo que decía que se fue porque le dolía la panza. Al tiempo supe que no iba a volver a verlo al Gordo, pero cada tanto recibo una postal suya de algún lugar raro, qué sé yo por dónde andará. A lo mejor, si algún día salgo de acá, me lo vuelvo a encontrar.

viernes, 21 de noviembre de 2008

Impress Pragnánimo

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Hay una fuerza que excita desde adentro. La emoción se adueña de la piel. Una sensación de estómago vacío, debilidad en las piernas, la cabeza parece de hierro sólido. El corazón se come a sí mismo y se autobombea metiéndose a contramano por las venas para llegar a la última parte de nuestro cuerpo. No puede encontrar la salida.


Estamos inermes en un mundo hostil. Vivimos colmados de angustias. La represión interna cancela las respuestas.


El primer paso se debe dar hacia delante, sin importar las reprimendas del entorno. La fuerza debe ser liberadora, inapelable, contundente. Desnúdate en el subte, golpea a un turista, róbate un frasco de mayonesa, empuja a una vieja en la calle, lo que sea. Es importante, en estos casos, contener la respiración en el quinto chacra (laringe) y no personalizar. Luego, sentirás emerger un grito renovador. Déjalo ser.


La situación así definida la denominamos Impress Pragnánimo. Hay algunas técnicas, pero este no es el medio para publicitarlas.


Ulises Weinner

miércoles, 19 de noviembre de 2008

El Interior S. A.

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Serían las cinco cuando golpearon la puerta de mi despacho y dije “adelante”. Ante mí, un hombrecito de traje marrón antiguo y camisa amarilla, con un maletín que le colgaba de una mano. Estático en el marco de la puerta, se quedó esperando una invitación que demoré para obtener unas palabras aclaratorias de mi secretaria.
–Irene no va a atenderlo –dijo. –Salió antes por asunto de familia.
–¿Quién es usted, señor? –lo miré extrañado.
El hombrecito dio un paso que lo puso dentro de la oficina. Desplegó una sonrisa como quien abre un paraguas y pidió de tomar asiento. No pude decir que no.
–Katsúo Ioshimi me llamo. Represento a esta compañía.
Su mano flaca y sorprendentemente anciana me extendió una tarjeta. Era blanca y en el centro decía en azul “El Interior S.A.”. Levanté la vista del rectángulo de papel y me encontré con la misma sonrisa de antes.
–¿Qué se le ofrece?
Ioshimi se rió espasmódico, tapándose la boca con la mano, y en un segundo cobró el aspecto de una ratita.
–Aquí dentro –dijo golpeando el maletín con los nudillos. –Cosas muy importantes para usted.
Me di cuenta de que era otro vendedor de seguros. Cada tanto lograban filtrarse en la compañía, coimeaban a los de seguridad y una vez adentro, sabían cómo moverse hasta llegar a nosotros.
–Mire, le agradezco mucho pero por ahora no preciso…
Ioshimi se puso de pie y apoyó el maletín sobre mi escritorio.
–Abra –dijo. –Vea.
No pude negarme.
Levanté la tapa y una luz intensa, de un verde claro, iluminó mi despacho. No se veían el fondo ni las paredes del maletín abierto. No se veía el contorno de nada, en realidad. Al acercar mi mano para cerrarlo, sentí un fuego en la yema de los dedos y me retraje a tiempo.
–¿Qué es esto? –le dije a Ioshimi.
–Cosas muy importantes para usted –repitió con una risita.
–¿Qué cosas?
Mientras cerraba lentamente el maletín y la luz iba menguando, dijo:
–Cosas muy importantes, señor. Emociones nuevas.
Ioshimi se encaminó hacia la puerta. Noté que no levantaba los pies para desplazarse.
–¿Cuánto vale lo que tiene ahí?
Otra vez su risa corta, su carita de rata. Estiró recto el brazo con el maletín hacia mí.
–Es suyo –dijo.
Me adelanté para agarrarlo y agregó:
–A cambio debe darme emociones viejas, todo lo de dentro que ya no sirve.
–Pero ¿cómo?

No estoy seguro de lo que pasó después. La sensación fue que alguien o algo (una mano, tal vez) arrancaba de adentro mío cosas muertas. Desperté tirado en el piso de mi despacho, completamente solo, con un bienestar que hacía años no experimentaba. Enseguida sentí una punzada leve en el pecho. Desabotoné la camisa para examinarme y vi una aureola verde que rodeaba la zona del corazón.

viernes, 14 de noviembre de 2008

Separación de bienes

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Ya ni sé por qué discutíamos aquella noche. Si era por el auto (yo quería venderlo enseguida y Marco no, seguro que para irse en enero de viaje con alguna) o por la biblioteca nueva o por alguna otra cosa, pero estábamos a los gritos en su departamento. De repente se iluminó la ventana, un trueno sacudió el edificio. Se cortó la luz.

Cayó aquí nomás, dijo Marco y fue para la cocina a buscar una vela. Yo salí al balcón. Era un piso veinte, se veía hasta el río. Todavía no había empezado a llover pero ya subía el olor caliente del asfalto mojado. El apagón era grande. Manzanas y manzanas de oscuridad, después Libertador apenas dibujada por los faros de los autos y, más lejos, otra franja negra hasta el río. Ahí brillaba un resplandor, como si algo se estuviera quemando. Era extraña la ciudad sin el cuadriculado de las calles, las copas negras de los árboles tapando las casas, los edificios como esqueletos, huecos por dentro.
Marco no había encontrado las velas. Prendió un cigarrillo y se apoyó contra la baranda. A los dos nos asustaban los apagones en la ciudad. Como chicos, inventábamos historias tristes que sólo podían pasar cuando los departamentos estaban a oscuras o en la luz amarillenta de las velas.

Estuvimos un rato largo, fumando y mirando los relámpagos silenciosos sobre el río. Quien nos va a cuidar ahora, cuando se corte la luz, le dije despacio. Me recosté sobre su brazo.

Retumbó otro trueno cercano y empezó a gotear. Fuimos para adentro, tropezando con las cajas llenas de las cosas que Marco todavía no había desarmado. Nos sentamos en el colchón en el piso, no había cama, nos abrazamos y en la oscuridad todo fue como antes. Afuera diluviaba.

Amaneció gris. En algún momento la luz había vuelto y la lámpara del comedor estaba prendida. Se me había hecho tarde. Tenía olor a humedad pegado en la piel y no iba a poder pasar por casa para cambiarme. Marco tomaba café parado en la cocina. No me ofreció. Tu colchón apesta a perro mojado, fue lo único que le dije mientras salía.

viernes, 7 de noviembre de 2008

Ascensor

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Justo estaba subiendo en el ascensor cuando se cortó la luz. Tanteando busqué la botonera. ¿Cuál sería el botón de la alarma? Toqué todos. Ninguno funcionó. Grité. ¡Auxilio! Nada. Probé una vez más y nadie salió, ni escuché un solo ruido. Me pareció medio maraca seguir gritando. Forcé la vista, abrí y cerré los ojos varias veces. La oscuridad era total. Esperé. Pensé que de suerte el ascensor podría haberse detenido en un piso, o al menos cerca y eso me permitiría salir al palier o saltar. Abrí la puerta tijera. De a poco, estiré el brazo, despacio, a la altura de mi pecho. No había nada. Tendría que estar la otra puerta o parte de ella o la pared del entrepiso. Busqué más para adelante, me agaché, me paré en puntas de pie. Moví el brazo para un costado y para el otro, para arriba y para abajo. No encontré nada. Me agarré de la puerta tijera y busqué a ciegas la pared del pasillo que debía estar al lado del ascensor. No estaba. Del otro lado, tampoco. Acostado en el piso, estiré las manos lo más que pude, para abajo, para adelante. Nada. Saqué medio cuerpo para afuera, me colgué, moví los brazos. No llegué a tocar nada. Me quedé sentado un rato, sin saber qué hacer. Pensaba. No me dio miedo. Pasó un rato y sentí un ruido, eran como latidos. Me paré tratando de orientar mis ojos hacia el sonido. En el espejo había una imagen, una persona de espaldas. Se dio vuelta. Me reconocí, aunque más viejo. Me tendió su mano. Estiré la mía, el vidrio se movió como si fuera agua. Las ondas borronearon la imagen. El espejo se puso duro y frío. Volvió la luz. El ascensor siguió subiendo.
Hilario González

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Cortes

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I
Era chica y amistosa la ronda. Habíamos dado un par de pitadas cada uno, la charla circulaba risueña y el malón de autos parecía la postal de una carrera desde el centro de la plaza. Como pasa en grupo a veces, alguien empezó a querer dar susto con alguna historia irrelevante, que concentraba la atención en su persona, en sus palabras, en sus miedos. Sugestionarse fumado es más fácil que no hacerlo. Se escuchó un PLUM y, justo antes de dispersarnos corriendo, la plaza quedó completamente a oscuras.

II
Era chico y misterioso el pueblo. La mayoría de las casas no tenían iluminación eléctrica – posiblemente, ahora tampoco. Si no te procurabas velas o casaca para el farol, la claridad terminaba con el día. Esa primera noche volvíamos de estar en lo de unas italianas tomamerca, que habíamos conocido de caraduras en el único bar del pueblo. Uno de nosotros se había quedado con la rubia de rulos que nos puso como locos a todos. Sin saber mucho dónde era nuestra casa, atravesábamos una calle perdida, haciéndole carpita a la vela que teníamos en la mano. El viento de la costa arrasó la llama, los ladridos de unos perros feroces nos forzaron a correr en ese estado y la noche se desgarró a nuestro paso.



III
Era hermosa y rara la chica. Habíamos llegado a su casa después de unos cuantos temas, unos cuantos tragos. Puso música y sirvió algo más. A oscuras nos sacamos todo y nos dimos bastante. Los primeros rayos del amanecer se filtraron naranjas por las rendijas de su persiana. No me tenía que bajar a abrir, ni yo tenía que correr. Intercambiamos datos y unos besos de despedida. Fuera de su casa, descubrí que no conocía la calle, ni el barrio. Caminé hasta encontrar una plaza y me tiré en el pasto. La luz del sol me encegueció antes de que pudiera quedarme dormido.


Alejandro Güerri

jueves, 30 de octubre de 2008

Los muchachos

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Quique está en el lugar de siempre. Hora del vermú, los muchachos todavía no llegaron. Sobre la mesa, el Gráfico y, cosa rara, la Playboy, nuevita.
- La pleiboi ya no viene como antes – dice Quique ni bien me siento. Y al rato:
- Te acordás del quiosco del Colo?
Como no me voy a acordar. Ahí nos juntábamos a la salida del colegio, Quique, yo y varios más, y el hijo del Colo le afanaba la Playboy al viejo, no sé como hacía. Todavía me lo acuerdo al pelirrojo, como la sacaba del celofán, despacito, y nosotros amuchados atrás, a los empujones, mirando por sobre los hombros de él, y él pasando las hojas brillantes, una por una. Ni tocarla nos dejaba el muy turro. Después, con cuidado, la metía de vuelta en el plástico, el viejo ni se enteraba.
Quique se sonríe.
-Lo que era eso, te acordás, las mil y una noches, era. Que minas, mamita, que minas.
Me pongo a mirar las fotos.
- Fijáte ahora. –me dice.- Las tetas como globos tienen. Y abiertas de gambas, que ni que estuvieran en el circo. Todo muestran. Todo. Hasta las amígdalas les ves, y no se te mueve un pelo.
-De plástico –le digo - si son de plástico.
- No sé si es que ahora a las de las fotos las eligen mal. O es que las minas ya no son lo que eran. A vos que te parece?
Qué me va a parecer.
-Mirá que son años que me siento aquí, la misma esquina, la misma hora. Las miro pasar. Antes todas estaban buenas, te juro. Las pendejas, las jovatas, la de carita inocente, la que movía bien el culo. Te juro que no sabía para donde mirar, que todas estaban para darle. Mirá ahora.
Señala para la vereda.
- Noréxicas las chicas, vestidas como mamarrachos, pena dan algunas.
-Y las más viejas ni que hablar, unos bagayos.
-Te juro que en toda la tarde, las que están buenas te las cuento con los dedos de la mano.
Se queda un rato callado.
-Decí que está el vermú -le digo, por decir algo.
-Si te descuidás, ni eso. Que las aceitunas a veces tienen un gusto amargo. Y el cinzano no tiene el saborcito de antes. Para mi que el gallego le mete agua.

Lo miro, me mira. La puta que es feo hacerse viejo.

viernes, 24 de octubre de 2008

Una chanchada

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Sebastián Romero vino con la novedad. Miren. Y peló dos hojas de una revista. Fue la primera vez que vi una mina en pelotas. Se las afané a mi viejo. ¿Qué hacía tu viejo con esto? ¡Ja! No bolú, en la ferretería usan hojas de diarios y revistas para envolver tornillos o cosas chiquitas. Gongui, Ensalada y yo manoteamos las hojas. Uy loco. Mirá esto. Mi hermano Roque me contó que no se qué y guarda que viene la de gimnasia. Las minas desnudas quedaron en mi mano. Doblé las hojitas en cuatro, hice como que me sonaba los mocos y me metí los papeles en el bolsillo de atrás del pantalón. Los chicos se dispersaron, la mina pasó de largo. Sonó el timbre. Hubo que formar y subir a las aulas.

La vieja de historia estaba imposible. Pasaba el dedo mortal sobre la lista. Sentí que me iba a llamar. Si le decía de ir al baño me condenaba solo. Le pedí a Luli un poco de su agua mineral y me mojé los pantalones. Ya está. Caminé decidido, tapándome con el saco. Le dije a la vieja que me sentía mal y que había tenido un accidente. Abrí el saco para que viera el pantalón mojado. Puso cara de asco y me dejó salir. Vi que hizo una marquita en la lista, al lado de mi nombre. No era necesario, ya sabía que en la próxima era una fija. Cuando cruzaba la puerta le saqué la lengua a Ensalada. Sus labios decían: qué hijo de puta.


En el pasillo al baño un olor a fritanga me revolvió el estómago. La gorda Dora estaba cocinando pescado para el mediodía. Tuve nauseas. De pedo alcancé a embocar en el lavatorio. Vomité todo, de golpe. En la última arcada sentí que se me iba el intestino. Corrí al inodoro, pero no llegué a tiempo. Lo primero en salir me manchó toda la parte de atrás del pantalón. Después sí, pude sentarme y seguir normalmente. Cuando estuve seguro de haber terminado me saqué el pantalón, el calzoncillo, un estropicio. Fui al lavatorio a tratar hacer algo. Me acordé de las hojas de la revista, ya no servían para nada. Las tuve que tirar por el inodoro. Estrujé la ropa y me la puse, así, mojada. Estaba débil, me fallaban las piernas. Bajé la tapa y me senté. Me quedé ahí hasta que tocó el timbre. Enseguida vienieron los pibes. Safaste, pajero de mierda. ¿Ya usaste las fotos? Damelás. ¿Cómo que las tiraste? No me creyeron y encima me cagaron a patadas. No pude defenderme.


A la siguiente clase de historia la vieja no me llamó. Una lástima, me sabía todo.

Hilario González

miércoles, 22 de octubre de 2008

La Playboy robada

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Era un jueves de primavera. Estábamos en séptimo grado y Pipi Federizi vino a comer a casa. Después de las milanesas con papas fritas, fuimos a jugar a la pelota y tirar piedras a la plaza. En esa época el intendente Sagol le dio a Gimnasia de Sarandí el terreno que ocupaba el centro: un rectángulo de tierra y conchilla donde los fines de semana en horario central jugaban los grandes y en la semana los pibes. Atrás de un arco estaba el busto de Moreno que Pito tumbó a cascotazos y en el otro un mástil donde se juntaban presuntos faloperos.

A un costado de la cancha en obra estaba La Casita: cuatro paredes blanqueadas sin ventanas (con pintadas y rastros de fogatas) y una puerta de chapa con candado. En otra época habrían guardado herramientas de jardinería; nosotros usábamos el techo de guarida y punto de reunión. Ahora era el pañol de los albañiles, dos paraguayos o correntinos o chaqueños (se gritaban cosas en guaraní): uno alto y flaquito como un pino, de cara chupada y pelos grises; otro gordo de cara colorada, gorro tipo Piluso y bigototes de policía.

Cuando llegamos no había señales de laburo: los tipos estarían comiendo o durmiendo la siesta en algún lado. Rodeamos La Casita y Pipi, que era de manos ligeras, me dijo:
-Negro, hay una pléiboi. Fijate que no venga nadie y la manoteo.
Ni llegué a mirar alrededor y escuché “listo, rajemos”.

Nunca había visto una. Tenía cosas para leer y menos fotos de las que pensaba pero las minas, infernales, posaban totalmente en pelotas. Como no queríamos hacernos la paja juntos, nos repartimos las páginas que más le gustaban a cada uno y sorteamos las otras.

Después, esa misma tarde, volvimos a la plaza. Estaban los tipos dándole a la pala y acarreando baldes. El gordo de bigote ni bien nos vio nos pegó el grito y, desprevenidos, nos acercamos.

-Eh, pendejos pajeros, ustedes me robaron la plaibói. Se van a llenar de pornocos por malditos.
-Nosotros no robamos nada...
-Si los vi merodeando...
-No, señor, nada que ver.
-Vamo'a ser una prueba,- dijo mirándome- yo te voy a arrancar uno de esos pelito que tenés de bigote: si se te cae una lágrima, es que mentís.
Me quedé duro. El tipo cazó un pelito con las uñas, tiró, y nada.
-Pa' mí que mentís igual, pero te la bancaste, che.
-Yo no miento, ya vio.
-Tá, vayansé, y que no los vea ni cerca de acá, mocoso.

Nos fuimos caminando derecho a celebrar nuestra especie de victoria.
Al día siguiente cada uno llevó sus páginas a la escuela.
Ese verano empezaron a aparecer los granitos.



Fernando Aíta

domingo, 19 de octubre de 2008

Crudo

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Una mina, ¿qué digo una mina? cuatro eran, sí, en total eran cuatro, vienen y me encaran. En realidad, no a mí sino al Rulo, el Rulo que, bueno, luquea como si fuese a salir en la tele a cada instante. Yo estaba ahí al lado, en la mía, un poco pintado al óleo porque las minas estaban todas enruladas, meta cómo te llamás, de dónde sos, qué hacés. Muy como hablan allá, nada que ver con la forma nuestra, y el Rulo que pin que pan, sí, ah ja ja, increíble. Tiene un don para la parla el wacho, la para de pecho y la clava al ángulo. En eso una, la más petisita, yo estaba distraído como te dije, me entra a tocar el codo con el meñique. Casi la saco cagando pero de toque me entró a gustar. ¿La mina? No, no mucho. Tampoco era un bagre pero... ¿sabés a quién me hizo acordar? A la ex de Mauro. No, mucho menos fea. Y subía y bajaba con el meñique, toda la superficie del codo rozaba, los plieguecitos esos, toda la dureza tocaba y en un momento, plaf, no te imaginás qué enchastre. Cuando abrí los ojos, lo veo al Rulo con las otras tres hecho un dandy, así que me fui a la barra con la peti y me pedí otro.

viernes, 10 de octubre de 2008

Los ojos de Barney

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¡Por fin llegó el verano! Siempre me gusta cuando llega el verano porque mis papás me traen a Mar del Plata pero ahora para mí Mar del Plata ya no es lo mejor porque pasó algo feo. Una noche fuimos al centro y estaba el Tren de la Alegría. Estaban Barney, el Hombre Araña, Mickey y otros amigos, todos muy contentos, y bailaban y cantaban y hacían chistes y se sacaban fotos con todos los nenes. Algunos nenes les tienen miedo, como mi hermanito Sebi, y no se quieren acercar. Pero a mí me encantan, y siempre que los veo en la tele quiero estar con ellos, así que cuando los veo en Mar del Plata para mí es lo mejor.
Pero este verano fue diferente, porque estaba sacándome una foto con Barney, y su voz no era la misma que en la tele. Tenía voz de hombre, no de dinosaurio bueno, no sé, me parecía que no era la misma de siempre. Entonces me quedé mirándolo. Y, sí, la voz era distinta. Y como me quedé mirándole la cara por un rato largo, de pronto me di cuenta de que tenía unos agujeros en los ojos... Esos agujeros no los tiene en la tele. Me empecé a asustar un poco. Y más me asusté cuando esos ojos de hombre que le salían de adentro de los ojos de dinosaurio se quedaron mirándome a mí. Y Barney no me dejaba de mirar, y yo tampoco a él. Hasta que vino cerca y me dijo: “Nene, ¿qué mirás? ¿Nunca viste un tipo disfrazado de Barney?”. Ahí no lo miré más.
Pero después con mamá, papá y Sebi nos fuimos, y Barney venía caminando atrás nuestro. Me daba mucho miedo que fuera un hombre. Y lo peor de todo fue cuando entró al mismo restorán que nosotros y se sacó la cabeza. Era un hombre con bigotes pero con cuerpo de Barney. Me dio mucho pena. Debe ser muy feo tener un cuerpo de colores y cabeza de hombre. Ahora entiendo por qué se pone esa cabeza. Y ahí adentro del restorán, también me miraba. Hasta me sacó la lengua.
Ahora, cuando veo a Barney en la tele, cambio de canal. Es re malo, y encima no es un dinosaurio verdadero. Pero no se lo cuento a nadie para que no le tengan miedo ni pena. Pobre Barney, me da tristeza lo que le pasa.
.

jueves, 9 de octubre de 2008

¡Qué va' ser ciego!

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Recién le marcó al panchero
el culo de la florista.
Lo escuché más de una vez
chimentando con los buscas
que las patas de ésta, las tetas
de aquella, la trompa de la otra:
las tiene a todas fichadas
las que laburan en la estación
y a las que viajan siempre
en los mismos trenes.
Si hasta a veces piropea
el sinvergüenza, como mucho
será tuerto...



foto: Lalo Borja (?)

Ma, el Cacho me mira

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dije, y ahí nomás voló el cachetazo, porque a mí se anima a pegarme, mamá, que a mis hermanas no, desde la vez que Rosalía le devolvió el sopapo y ahora le tiene miedo. Pero a mí quien me va a tener miedo, si soy petisa y flaca y parezco de nueve, aunque ya tengo doce cumplidos, que por algo me dicen la Negrita.

Mocosa mentirosa,
me gritó mamá, pero de verdad el Cacho me mira cuando ella se va a trabajar y mis hermanas también, o salen con el novio, y el Cacho y yo nos quedamos en casa, yo cuidando al bebé y él, nada, porque ya no va a la obra y está ahí, sentado en la cama, con una botella y la cara rara.

Vení Negrita,
me dice medio llorando, que sos la única que me quiere en esta casa. Vení, que vos sos buena, que no sos loca como tu madre, que no sos puta como tus hermanas, vení un poco con tu papá. Pero mi papá se fue, y al Cacho mamá se lo trajo a vivir a casa, cuando todavía trabajaba y se reía y no tenía los ojos rojos como ahora, que se pasa las tardes encerrado, mirándome a mi, que no puedo ni salir a la calle porque es invierno y tengo que cuidar al bebé, y él me mira, y yo me quiero ir a la otra pieza, pero adonde, si en casa no hay otra pieza.



maria elena spina

miércoles, 8 de octubre de 2008

No lo conozco

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Un japonés con la cara blanca maquillada,
el cuerpo transparente, los órganos a la vista,
tiene un disparo en la palma de la mano
-la misma palma, la misma mano
de donde extrajo un sugus
confitado enorme, sueños atrás;
en la que estuvo pegada una paloma
que destrozó contra el marco de la ventana
hasta desprenderla-, roja de sangre la mano
y una solución que llega de una voz:
la llave está en el interior.

Emerge del corazón un hombre pequeño
que anuncia el fin del mal
y se disulven los órganos
en una transparencia
aún mayor.

lunes, 6 de octubre de 2008

13 minutos de esto

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a Los Incas
Estaba sumergido, totalmente fuera de foco, mis ojos cerrados abarcaban kilómetros de espacio. Estaba flotando en una realidad viscosa, suave y clara, pero a a veces unas partes más oscuras me sorprendían.
También había algo duro, aunque por alguna razón no parecía extraño encontrar algo duro ahí, era como esos pedazos de fruta que a veces se cuelan enteros en la pulpa. De todas formas decidí investigarlo. Lo primero que hice fue tocarlo con la punta de los dedos, y sentí como una mordida en la yema, que no duele mucho, pero de repente todo se transforma en un amanecer a contramano y un filo de luz hace que todas mis neuronas choquen y queden aplastadas contra el fondo de mi cráneo. Creo que abrí los ojos.
Me quedé un buen tiempo quieto, acostumbrándome a la nueva luz, mirando fijamente el pedazo de fruta oscura que había rechazado mi dedo. De a poco recuperé mi vista y, mirando fijamente, descubrí que lo que tocaba no era una fruta, sino la cabeza de una señora bajita, lo que me había mordido la yema era una evilla que tenía en el pelo, y la pulpa en la que flotábamos era una masa de gente apurada viajando en subte, todos ahí para ahorrarnos 13 minutos de esto.

viernes, 3 de octubre de 2008

Mmm...

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¡Uy! ¡Uy! Ese es. El que lee el... ese del cartel. El que está ahí. Ahí, no, ese es, el de atrás. No, más allá, el que se hace como que nada. Antes de ayer también me estuvo mirando.Te lo juro. No, boluda. El que está en la punta del andén. No, no, el otro. El más viejo. No ves nada vos. Disimulá, disimulá. No, quedate quieta. No te des vuelta. No te muevas. No lo mires. No hagas nada. Quedate así. Así no: así. Así me lo tapás. ¿Lo ves? En el reflejo, mirá mis anteojos y miralo. Es un depravado. Miralo. ¿Tiene la bragueta baja? La puta que lo parió. ¿Me sigue mirando? No, boluda, no te rías. ¿De qué te reís? Es en serio. Como me gustaría... ¿Sabés lo que haría yo con esa gente? Sabés, ¿no? No, que vas a saber. Se viene para acá. La puta madre. ¿Qué hago, Loli? ¿Qué hacemos? ¡Ah! ¡¿Qué?! ¿Tu papá? ¡Ah, claro! Hola, señor Berrotarán, tanto tiempo. ¡Ah! Sí, claro, Alberto. Sí, cómo no me voy a acordar de usted. Bueno, sí, de vos. Sí, el otro día. Sí, ahora que lo dice, claro, nos vimos, ¿no? No, no, Loli. Por favor. No, no era él. Era otro. Pero ya se fue, no importa. Ahí viene el subte. ¿Vamos?

Hilario González

jueves, 25 de septiembre de 2008

Birichina

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Mamá llora. Papá levanta las cejas, y a ésta que bicho le picó.

La idea fue de Nina, como siempre, aunque el cofre es mío. Me lo regaló la tía, una cajita lustrosa, con cuadrados negros y blancos como un damero de ajedrez. Lo mejor es el mecanismo secreto: el cuadrado de la esquina se corre y aparece la cerradura. Viene con dos llaves doradas. Una me la quedé yo, la otra se la di a Nina.
-De qué me sirve la llave, si el cofre lo tenés vos?
Nina tiene razón, pero el alhajero es mío.La primer semana jugamos a abrirlo y cerrarlo, y a pasarle una franela para limpiar las marcas de los dedos. Después nos aburrimos.
-Vacío no tiene gracia.-dijo Nina. Y se le ocurrió lo de la colección de medallas.
Para el día siguiente yo había conseguido dos: una de la kermesse de la escuela, primer premio en la carrera de embolsados, la otra, la del torneo de natación. Nina trajo tres, de sus hermanos, con figuras de chicos pateando la pelota. Yo agregué una más, de cuando terminé Preescolar. Las medallas eran grandes y doradas, pero demasiado livianas. Las guardamos, las ordenamos, las sacamos.
-Con medallas de lata no tiene gracia. –dijo Nina y al día siguiente se vino con una medallita plateada de la virgen, de cuando su mamá iba al colegio de monjas. Yo busqué en el cajón de la mesa de luz la que trajo la abuela de Roma. La mía era más chica, pero estaba bendita por el Papa. Después me acordé de la que tenía enganchada en mi pulsera de dijes, que atrás decía 18K. Pusimos las tres medallas en el cofre y no pasó nada más.
Una tarde llegó Nina haciéndose la misteriosa. Abrió la mano y me mostró una medalla grande, de oro, con una inscripción: ´N.P., 1970 Recuerdo de mi Comunión´. La metimos en el medallero y Nina dijo:
-Ahora que la más valiosa es la mía, la colección tiene que estar en mi casa.
Algo de razón tenía. Le dije que lo iba a pensar. Esa noche saqué del alhajero de mamá un medallón con una mujer de perfil. La mujer tenía un collar y el collar estaba hecho de brillantes diminutos. Era una joya antigua, decía mamá, que la usaba a veces, atada con una cinta de terciopelo.
A Nina, que no es tramposa, le pareció justo que yo me siguiera quedando con el cofre, hasta que unos días después sacó de su mochila un estuche de madera. Adentro, apoyada en seda blanca, había una medalla enorme. No podía ser oro, era demasiado grande, pero era hermosa. De un lado tenia un globo terráqueo en relieve. Del otro decía, ‘En agradecimiento por 30 años de servicio en la Empresa’.
-Es de mi abuelo, dijo Nina.
La metimos en el cofre, con estuche y todo porque el estuche también era de valor. Esa vez Nina se llevó el medallero a su casa. Yo tampoco soy tramposa.

Y hoy se murió el Nono. Cuando volví de la escuela estaban mamá y papá vestidos para salir. En el auto nadie hablaba. Yo iba pensando en el Nono, que estaba por cumplir cien años y que cuando lo visitábamos me pellizcaba el cachete y me decía ‘biriquina’. En el salón del velorio estaban mis primos, pero yo quería verlo. Nunca había visto un muerto. Fui hasta una salita llena de flores. No había nadie. Me acerqué al cajón y me puse en puntas de pie. No me dio miedo, porque le habían cambiado la cara y parecía una señora dormida. De pronto la vi: apoyada en el pecho estaba la medalla que el Nono se había ganado en la guerra, la que guardaba en una vitrina del aparador y que mis tías decían que se la había dado el duche. Tenía forma de cruz y una cinta morada y se notaba que era una condecoración de guerra, una de verdad. Justo cuando estiré la mano, entraron mis tías y por un segundo, por un segundo nomás, maldita sea, me perdí de llevarle a Nina la pieza más valiosa de la colección.

martes, 23 de septiembre de 2008

Sueño mojado

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Soñé que me movía a Michael Phelps.
En los JJ.OO. lo fui a ver. Estuve entrenando mucho en mi deporte, el judo, pero no me sirvió para nada porque las chinas y las ponjas te la ponen en dos patadas. Quedé última en la primera competencia y me quedó un huequito para ir a verlo. Se ve que me quedaron patentes en la cabeza sus brazadas de pez macho. Al principio no me gustó, pero después lo empecé a ver por todos lados y me enamoré.
Soñé que estaba encima de él, empujando endemoniada, agarrada de esos muslos cortos, mordiendo de vez en cuando sus súper bíceps. Michael estaba en trance, con los ojos cerrados, y yo aprovechaba para espiar la casa, a ver donde tenía las ocho medallas. Después acabábamos y él al rato se dormía, entonces yo me ponía una remera de él y me escapaba de la cama para recorrer su mansión nueva y sacarle una de sus preseas. Abrí el ropero, un armario, el botiquín, atrás del microondas, pero nada. Hasta que fui al rincón más importante de la casa del hombre-pez: la piscina.
Me agaché a mirar el borde de la pileta iluminada, con la brisita de la noche entrándome en la quetejedi, y vi que había una vitrina con candado en el fondo. Desde ahí me saludaban las ocho de Beijing y las de los otros Juegos. Yo me zambullía y me ponía a intentar abrir el gran cofre, pero a cada rato necesitaba salir a recuperar el aire. Obvio que Michael escuchó mis chapuzones y se tiró a la pile desde la ventana. Cuando notó mis intenciones no dudó en develar la verdad: las piernas petisonas se le convirtieron en aleta caudal. Y hecho todo un sireno malo me sostenía la cabeza abajo del agua, mientras me salían burbujitas de desesperación.
Ahí me desperté.

Nadia Hardy

Historia de Yu Tsun, el que ve más lejos

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Los grandes eventos deportivos, como los recientes Juegos Olímpicos de Beijing, proponen a nuestra imaginación una galería de héroes, a la manera de las antiguas celebraciones perdidas en el tiempo de los griegos. Pero muchas veces, el éxito y la consagración no les corresponden a los preferidos de los dioses, como fue el caso de Yu Tsun, la malograda estrella del equipo chino de tiro al blanco, cuya historia merece ser contada.

Yu Tsun pertenecía a una familia consagrada ancestralmente a las destrezas de la puntería: un lejano antepasado suyo, Ming Tsun El Perfecto, sirvió en los Ejércitos Imperiales hace veinticinco siglos; un descendiente de éste, Tsunami Wang Tsun, comandó la legendaria defensa de los invasores mongoles, gracias a que su notable vista le permitía predecir las posiciones del enemigo. Así, Yu Tsun (del que veníamos hablando) no defraudó la tradición familiar al revelarse como un dotado tirador, lo que prontamente lo llevó a integrar las selecciones nacionales de ese deporte. Y para coronar la gloria que su estirpe siempre le había brindado a la nación, Yu tuvo la oportunidad de liderar el equipo olímpico que habría de participar en los Juegos a realizarse bajo su propio sol.

Pero los dioses, que ponen piedras en el camino de los hombres y montañas en el de los héroes, decidieron intervenir en el dorado sueño de Yu Tsun. A falta de un mes para el inicio de la competencia, un desafortunado accidente le provocó la pérdida de un ojo: una chispa saltó a su cara cuando controlaba la comida, y Yu Tsun sintió que la oportunidad que su linaje le había otorgado le era quitado por una humeante sopa de hierbas.

Desorientado, sin saber en qué confuso episodio del destino había caído, Yu viajó tres mil kilómetros por los caminos de su país, hasta la remota provincia de Fing-Chuan, donde sus antepasados habían residido generaciones atrás. Cuando llegó a la pequeña aldea, un anciado lo interpeló: “Tu eres Yu Tsun, descendiente de Ming Tsun El Perfecto, cuyas flechas hacían brillar los ojos del Emperador –le dijo–. Los dioses te han enviado una señal, oh gran Yu Tsun, es preciso que la conozcas”. Y así, lo llevó a través de un bosque hasta un claro donde ardía una pequeña fogata; le ordenó sentarse y le puso en la mano un curioso objeto puntiagudo, con la orden que lo mantuviera apretado. Entonces el viejo dijo: “Yu Tsun, la gloria que te espera no llegará sino pasas la prueba que te ha sido encomendada. Si los hombres comunes necesitan dos ojos para ver, entonces los grandes no necesitan ninguno. Entiende que lo que tienes que ver no es menos visible si has perdido la vista, gran hijo de Ming Tsun El Perfecto, porque tu destino sólo podrás verlo cuando nada del mundo te distraiga de él”. Luego agregó unas oraciones en un chino impronunciable, que Yu Tsun no entendió, y se perdió entre los árboles. Al sentirse solo, en el silencio irreproducible de un bosque habitado por los fantasmas del destino que lo estaban convocando, Yu Tsun comprendió lo que tenía que hacer: con un gesto decidido, tomó la daga que el viejo le había entregado, la apoyó con delicadeza en una brasa ardiente y se la llevó a su único ojo sano. El dolor lo hizo desmayarse. Cuando despertó (el sonido del viento le informaba que ya había amanecido), se puso de pie y comenzó el regreso a su hogar. Tenía cuatro años para preparase: su misión era vencer a los que tenían los ojos abiertos, pero no el designio de los dioses.

Velas a Balzac

viernes, 19 de septiembre de 2008

Las vueltas de la vida

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Tiró, tiró y tiró. Tres veces tiró, hasta que me hizo caer y empecé a revolcarme, rebotando contra el andén como una pelota envenenada. Le pegaba al piso y salía disparado en una nueva voltereta, en un ángulo insólito. Revoleaba las piernas y los brazos, despatarrado como un asterisco. Quería agarrarme a cualquier cosa que estuviera firme sobre la tierra, pero no sabía ni para qué lado apuntaba la fuerza de gravedad. Un pie contra el suelo, el codo, un hombro, la frente, el cemento duro, un chichón, otra vuelta y vamos de nuevo, la rodilla, mi cadera, la espalda, el andén me pegó en la nuca, mi mano en mi mentón, autogolpe, perdí la mochila, la vi salir volando, otra vez el mismo codo, ahí o antes me hice la frutilla, segunda mortal y media con tirabuzón, pensaba en las rusitas que ganan medallas por acrobacias como estas. ¿Dónde mierda está el piso? ¿Por qué no paro de una vez? Otro rebote y perdí la cuenta, pero amenguó la velocidad, el vértigo aflojó. Por fin pude abrir los brazos y las piernas, las puse duras y encontré al andén. Flotando en palomita, como la famosa de Aldo Pedro, abracé al piso, tratando de frenar la inercia con el pecho y con la pera para no rasparme el resto de la cara. Mientras me arrastraba de panza, una equis contra el andén, vi unas zapatillas blancas, abotinadas, con los cordones flojos, que se escapaban con la medalla falsa que me había dado mi abuela. ¡Qué tengas suerte, hijo de puta!
Hilario González

jueves, 18 de septiembre de 2008

Lata sagrada

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Para ahuyentar la mufa que me acechaba (desaprobé todo el primer cuatrimestre, mi chica me dejó, me esguincé un tobillo), mi abuela postiza me dio esta imagen en relieve. ¿Viste qué linda la inmaculada con su aura y su tristeza? Y me enseñó el Ave María Purísima, que es un rezo bien cortito. La vieja me previno: Esta medalla me la dio mi madre y ella la heredó de la suya. Cuidala con la vida, llevala siempre puesta y ella te va a cuidar a vos. No quise despreciarla (ya le quedaba poco. Además parecía un objeto antiguo y de valor), y me colgué la cadenita del pecho. Pero resultó de chapa la virgencita (la revisó el Turco), y yeta: me trajo una desgracia tras otra. Si no, no sé a qué atribuirlo. Para vos puede ser muy divertido que te cuente uno por uno los garrones que me comí, o te haga una listita, pero prefiero no recordar esos momentos horribles que no terminan de pasar. La abuela ya no está entre nosotros, llueve hace doce días y San Martín perdió tres al hilo, pero no me animo a revolearla a la mierda. Lo único que me falta es que Dios me castigué. Así que la llevo bien visible y lustradita a ver si un hijo de puta me pega un tirón en el tren o algo así.

Fernando Aíta

miércoles, 17 de septiembre de 2008

Buen alumno

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La única que me dieron
fue por amor. Un amor
desigual, constante, obsesivo.
Un amor como otros
donde sólo obtuve bienes
simbólicos.

Ni fotos de aquel día guardo.
Nada.
Un agujero negro en el pecho,
el puntito sangrante del alfiler.

Aquella única vez
subí al escenario
para lucirla
en la solapa,
en las fotos.

Mi lógica fue:
un amante dedicado
tiene su premio.
Mi lógica fue
de grande.

De noche,
antes de dormir,
repaso el idioma
que aprendí a fondo
por ella.

viernes, 5 de septiembre de 2008

jueves, 4 de septiembre de 2008

Tres tiras

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El extraño del pelo blanco

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Rocha tiene para ofrecer unas playas increíbles, pero el pueblo es un pueblo: una plaza central, cercada por el cine/teatro, la comisaría, la municipalidad y la iglesia, ochavas coloniales, calma y novedades poco novedosas. Una tarde de enero del 95, a la hora de la siesta, lo más llamativo era un muchacho morocho con el pelo blanco. La mochila remarcaba que era un turista.

Dos amigos de unos quince lo vieron y quisieron averiguar algo más sobre el curioso sujeto, por ejemplo, si fumaba porro, que ellos tenían: uno llevaba en la mano un ladrillito envuelto en una bolsa envuelta en diario. Charlaron del micro que se tenía que tomar el forastero a Punta del Diablo, y de su pelo.

–Tengo un hermano peluquero, es un regalo de cumpleaños.
–Ah. ¿Querés pegar maconha?
–A ver… bueno, dame cincuenta uruguayos.

El pibe cortó una piedra, se la puso en la mano, y le señaló la otra esquina de la plaza:
–Aquel es el tuyo, dale que sale.
–Gracias, chicos.

El viajero de pelo blanco se ubicó en su lugar, atrás de todo, al lado de la puerta del baño, del lado de la ventanilla, con la idea de empaquetar el faso cuanto antes, y ni bien apoyó las cachas en el asiento vio subir a cuatro uniformados. Los agentes de la ley enfilaron derecho para el fondo, obviamente observando al tipo del pelo teñido.

El extraño, de pronto cercado por cuatro policías, empezó a transpirar (el porro en su mano se humedecía y le parecía que iba a oler más fuerte) y en un intento desesperado por evadir su arresto inminente, se paró con cara seria y pidió permiso para pasar al baño.

–Suyo, señor –dijo chistosamente uno de los milicos. Y todos se movieron y curvaron para darle paso.

Entró y dudó entre poner la bocha en una bolsita y guardársela en las bolas o tirar todo por la ventanilla. “Si zafé hasta acá, ya fue”, razonaba, y pegar no era fácil, y menos esa cantidad a ese precio. Armó el canuto, se lavó las manos, salió y le aclaró a un oficial que le estaba ocupando su butaca, esgrimiendo el pasaje.

–Eh, vo’, levantáte y dejá sentar al señor que parece enojado –dijo en broma otro.

La ley estaba fuera de servicio, y no había tiempo para injusticias. Los polis son polis las veinticuatro horas; estos eran tipos que volvían a sus casas cansados: estaban más para tomarse una fría que para imponer su autoridad. Se fueron quedando en tres pueblitos más pequeños y tranquilos que Rocha. El chico de pelo raro llegó a charlar un momento con el último en bajar, y se dio cuenta de la ventaja de ser tan visible, de que gozaba de una pequeña impunidad para el resto del viaje: quién iba a sospechar que alguien tan fácil de reconocer fuera a hacer algo inapropiado. Y se saboréo un fino mentalmente.

Fernando Aíta

miércoles, 3 de septiembre de 2008

Ama de casa

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Estaba sentada en el comedor cuando empezaron los
golpes. Parecía que iban a tirar la puerta abajo.
-Pancho! - llamé a mi marido - escuchás ?
No contestó. Sin levantarme de la silla, me fijé
si estaba puesta la traba. Enseguida empezaron los gritos:
-Policía ! Abran ! Policía !
Que va a ser la policía, pensé para mi, mirá si
les voy a abrir, con las cosas que pasan hoy en
día. No me moví. Me sentía mareada.

Los golpes pararon. Me acerqué a la puerta y miré
por la mirilla: dos grandotes, de uniforme y
gorra. Parecían policías nomás. Estaban parados
en el pasillo, como esperando. Detrás había un
grupo de gente, vecinos del edificio. Volví a
sentarme. Me puse a pensar que tenía que limpiar
todo, y estaba tan cansada.

Al rato escuché el ruido de una llave en la
cerradura, trataban de abrir. Por la mirilla se
veía al encargado que forcejeaba con la llave
maestra. Apenas hice a tiempo a echarme hacia
atrás cuando uno de los grandotes se tiró contra
la puerta y, de un golpe de hombro, arrancó la
cadena del pasador. Los policías entraron. Me
pareció que ocupaban todo el comedor.
-Pancho, vení, que están adentro!- grité. Donde
se había metido ése, que no me escuchaba.
Los policías me miraban de arriba abajo. Ahí me
di cuenta que tenía en la mano la cuchilla
grande, la de cortar la carne. Me dolía la mano
de tanto apretar el mango.

-No se asuste señora, - dijo el policía que había
empujado la puerta, sin acercarse. El otro, que
parecía más jovencito, se fue para adentro del
departamento. Y Pancho que no aparecía, que nunca
está cuando lo necesito. El policía viejo no me
sacaba la vista de encima. De golpe sentí que me
agarraban de los hombros. No se cual de los dos
me agarró, cual me sacó el cuchillo. La gente se
asomaba por la puerta entreabierta.
-Afuera, que aquí no hay nada para ver, gritaba
el policía. La del tercero, que es amiga mía,
igual se metió. Me miraba con cara de loca.
De repente se puso a gritar.

El más jovencito me dijo:
-Vamos, señora, nos tiene que acompañar. Me tenía
agarrada del brazo, como una pinza. Le pregunté
si podía cambiarme. No me dio tiempo. Solo pude
sacarme el delantal que tenía todo sucio,
todo manchado de sangre.

Maria Elena Spina

martes, 2 de septiembre de 2008

“La calle es nuestra”...

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...era la consigna antes de que nos la robaran los de las zapatillas. Nos decíamos esa frase entre beso y beso cuando salíamos de trampa. No éramos muy adinerados, por eso nos metíamos en el tren a las 10 de la noche, bajábamos en Tres de Febrero y caminábamos hasta los bosques.
Una noche con olor a tulipanes y brisa tierna, nos sentamos a cervecear junto a unos arbustos. Claro que, poco después, jugar con la lengua en la lengua se volvió ciertamente aburrido. Las manos nunca tardan en ponerse en lugares privados y los lugares privados no paran de aceptarlo, aún así se esté en un lugar público. Ninguno de los dos lo propuso, pero terminamos a caricia plena debajo del arbusto. Los joggings y las polleras son buenos amigos de estas situaciones. Tuvieron el gran gesto de correrse un poquito y permitir la mezcla gloriosa del amor.
Una luz penetrante nos apagó el fuego.
- Salgan de ahí - dijo la voz masculina.
- No te olvides, la calle es nuestra - sonó el susurro en mi oído.
- Documentos - dijo el oficial que vestía a la voz masculina.
- Los dejamos en casa.
El señor policía, intimidante en su poderoso traje azul, echó media sonrisa y llamó a un móvil. Había un compañero parado atrás, que llamó a mi amorcito. El otro se quedó mirándome a mí. No decía palabra. Se me ocurrió decirle: “¿Y si te doy mi nombre y me buscás en tu base de datos?”. Nada. Después me devolvieron a mi amante y hablaron entre ellos como señoras contándose un gran secreto. Yo reía de los nervios en los brazos de mi chico. Él me besaba en el cuello. Luego, llegó el veredicto:
- Bueno, chicos. Por lo menos nos tienen que dar algo para la birrita. Y la botella también, nos vendría bien.
No dudé en levantar la botella y dársela. El oficial bebió lo que quedaba dentro de ella. El otro aceptó el dinero que mi chico sacó de su bolsillo ante sus ojos, y ahí mismo notó que los forros estaban intactos junto a los billetes. Su comentario fue inmediato:
- ¡Encima no los usás! Nene, después vienen los bebés, y ahí las cosas se ponen fuleras. Haceme caso, usalos. Chau, chicos, cuídense, ¿eh?


Nadia Hardy

lunes, 1 de septiembre de 2008

Ante la ley

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Todo fue muy raro desde que empezó hasta que terminó, si es que la historia tuvo fin. Uno de los asistentes, digamos T, se niega a pagar. El perjudicado por esa actitud, acaso llamado M, quiere saber por qué, pero no obtiene respuesta. Insiste varias veces; consulta con el resto de los presentes, pero T no se inmuta. Dice que no va a pagar y que nadie le va a hacer cambiar de opinión. A la distancia, parecía convencido. Los testigos del hecho (en realidad, los compañeros de T) creen que se trata de una broma, de un ejercicio teatral o de un derrape mental, no están seguros. Observan la escena, apenas intervienen para responder con monosílabos a las preguntas de M. Pero M no sabe qué hacer: tarda unos minutos en darse cuenta que T no le va a pagar lo que le debe, y que los demás, que sí lo hicieron, no van a ayudarlo. Insiste, esta vez con un tono de voz más fuerte, acaso agresivo, pero nada. Entonces le advierte a T que si no le paga va a llamar a la policía. T festeja la ocurrencia, con un dejo de cinismo que irrita a M, pero que pone de su lado al resto. Sin otra salida, M cumple con lo dicho: levanta el tubo y llama a la comisaría; con un pretexto vanal, logra que le prometan un oficial en los próximos minutos. T aprovecha la espera para ir al baño, en un gesto que algunos interpretan como un alarde de descaro. No pasa un minuto de su regreso a la escena cuando suena el timbre; M, apurado, hace pasar al policía. Le explica rápidamente el problema, le expone su situación, le invita a conocer el testimomio de los presentes, le ofrece también un mate. El policía declina la oferta, pero acepta una silla. Deja caer su cuerpo gordo en el asiento y le pregunta a T, sin vueltas, si es verdad lo que afirma M. T lo admite, pero impone una objeción. Dice que va a pagarle a M cuando le salga un cuento. El policía no entiende. Súbitamente todos notan que el oficial ignora qué clase de pago está reclamando M. Le dicen. El policía tose, se rasca la cabeza, mira para todos lados. Se siente desorientado, rodeado de personajes cuyos oscuros secretos no logra entender. Pero en su confusión encuentra un halo de claridad y propone una salida al entuerto. Dice: “Mirá, pibe, hacemos así: vos me dás a leer un cuento, y si está bien, le pagás al tipo este. Sino, te podés ir. ¿Estamos?”. T acepta. Revuelve entre sus papeles hasta dar con el que cree que es su mejor cuento y se lo estira al policía.


Velas a Balzac

domingo, 31 de agosto de 2008

domingo, 24 de agosto de 2008

Mate amargo

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Al ver la sección "antecedentes" en el papel, primero dudé; luego, al percibir lo absurdo de ocultar dicho prontuario, lo conté. Ahora, a consecuencia de ello, me encontraba esperando hacia más de una hora en la estación de policía porque al Cabo I la historia le pareció rara, más allá del hecho mismo de que alguien fuera tan boludo como para llenar esa sección por motus propio.

Al entregar los papeles, Gómez frunció el ceño y me dijo que iba a tener que esperar. Cómo no, pensé. Y en seguida, soy un pelotudo. Pero, ¿y si saltaba y yo no lo había puesto? Absurdo. ¿Y si ahora mismo me detienen por estar escribiendo un cuaderno en la mesa de entradas de una comisaría? No tan absurdo, después de todo…


Lo cierto es que, antecedentes, tenía. El prontuario y la historia que aquí se detallan quedan a consideración del imaginario lector, y del Cabo I Gómez, claro.


Fue allá por el '89. Andaba falto de laburo y por eso acepté la paga que indicaba contar las historias de las viejas farmacias en pueblos de la provincia de Buenos Aires. Aparentemente, existía un tal Morens, editor de un suplemento cultural, a quién el tema le parecía vendible. Mierda, pura mierda, pensé yo. Pero qué va, lo necesitaba. Así, luego de recorrer un par de pueblos llenos de nada y de entrevistar a boticarios sin anécdotas que contar, me hallaba ya emprendiendo el camino de vuelta a la capital cuando la noche obligó la parada en Ingeniero Rapetti, un caserío de no más de un par de manzanas, unos cuantos perros flacos, y polvo, mucho polvo.


Al caer la tarde enfilé para el bar y pedí un trago. ¿Qué que deseaba?, inquirió la señora del mostrador. Whisky, respondí. No tenemos, la última botella venían de terminarla Sosa y Larralde, Sargento y Sargento mayor, respectivamente, allí sentados, y señaló con el dedo. Asentí con la mirada y al ver que éstos inclinaban sus cabezas en forma de saludo, hice lo mismo. ¿Gin? Tampoco: hacía tiempo que el camión no pasaba. Usted dirá señora entonces… Mate, tenemos mate. ¿Mate? Pregunté, sorprendido. ¿No conoce? Replicó la patrona. Si claro, es que… Y ahí sentenció: es la especialidad de la casa.


Frente a tal afirmación, no pude sino asentir, rendido, y sentarme a esperar unos amargos.

Al cabo de unos minutos, apareció Doña María con la pava y demás utensilios. Caminó lento hacia mí y al apoyarlo todo sobre la mesa se quedó parada al lado. La miré y me dijo: Pruebe mi'jo, pruebe nomás. Atónito, probé.


Mi mueca, imposible de disimular, fue la condena. Jamás en mi vida había probado un mate tan espantoso: tuve que contenerme varias veces las arcadas que acudían en catarata por mi garganta. La señora, estupefacta al reconocer lo evidente, miró al Sargento y al Sargento mayor y éstos enseguida se pararon y vinieron hacía mí. ¿Qué pasa hombre? ¿No le gusta nuestro mate? No podía creer lo que estaba sucediendo, mas atiné a responder: si, si, es solo qué… La patrona se echó a llorar y ahí nomás, Sosa y Larralde se me vinieron encima. Esta la cuento y no me la creen, pensaba por dentro… ¿Le parece a usted hacer llorar a la patrona? ¿Cómo? Si, lo que oyó: esa yerba la cultivan sus hermanas en Misiones, desde hace años… Generaciones de honestos labriegos para que usted venga y…


Lo que siguió me es difícil de contar, por lo que me limito a los hechos: convencidos de que pasaba por ahí para despreciar los productos del terruño y herir así como así a sus gentes, me llevaron esposado a la comisaría y me abrieron expediente por injuria a la tradición criolla, falta de respeto a las costumbres locales y arrogancia desmedida.


He aquí mi prontuario. Gómez apareció a la media hora y, con desgano y con gesto cómo de quién no quiere pero qué no se puede hacer otra cosa, me entregó sin más mi certificado de cambio de domicilio…


Martín Suaya

viernes, 15 de agosto de 2008

La piel del nadador

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Leer en el colectivo me marea. Me distraigo, me hace doler la cabeza. Leo las cosas dos veces o salteo párrafos. Todo junto. Cuando levanto la vista para ver por qué grita el colectivero, tardo en enfocar. Cuando vuelvo al libro, tardo en enfocar. Cuando quiero ver para la calle, tardo en enfocar y cuando vuelvo a volver al libro otra vez no enfoco y me mareo. Por más que haga fuerza, no puedo evitar marearme.

Algo parecido me pasa cuando me pongo a pelar cebollas. Corto una punta, sujeto con el pulgar y el cuchillo y tiro arrancando un pedazo de piel. Hago lo mismo girando 180 grados la cebolla y tiro desde el otro extremo. Lo que queda adherido, esa pielcita translúcida, finita, entramada, la saco con la uña y ahí es cuando empiezo a llorar. Cierro lo ojos, respiro para otro lado, me seco sin usar las manos. No lo puedo evitar, tengo que cortar y picar la cebolla con los ojos llenos de lágrimas.

Los otros días iba leyendo el diario La Razón, en el 63, para el lado de Flores. Había una nota que comentaba lo de los nuevos trajes de baño que usan los nadadores, el traje que imita la piel del tiburón. Parece que la rugosidad de la tela forma una película de agua que viaja adherida al traje. De esta forma, se mejora el deslizamiento ya que el roce es entre dos capas de agua, una estática (la de la pileta) y la otra en movimiento (la que forma el traje del nadador). Notable.

La cosa es que mientras leía esa nota, como no podía ser de otra manera, empecé a marearme. Entonces, me puse a mirar para la calle. No estaba seguro por dónde íbamos, aunque podía ser detrás de la Chacarita. Cuando pude enfocar la vista, había un grafitti en una esquina que decía: “Luli, lo nuestro es cuestión de piel”. Para sacarme el mareo me puse a pensar y llegué a la conclusión que el que descubrió las ventajas de la piel de tiburón y las aplicó para los trajes de natación pudo ver más allá de lo obvio y, también, que la piel de la cebolla tiene esa cosa translúcida, finita, entramada que nos puede hacer llorar, pero, quizás, mirando a través de ella se pueda ver otra realidad.

Desde ese día no me mareo más cuando leo en el colectivo y tampoco lagrimeo cuando pelo cebollas.
Hilario González

miércoles, 13 de agosto de 2008

Subte D, Vico C

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Entre la multitud de tullidos mendicantes, vendelástimas y dejadores de objetos sobre la falda que se abren paso en el pogo quieto del vagón, uno hay que, de a poco, contra tu voluntad, comienza a arrancarte de la página.
"No dejarse alterar es cuestión de no entretenerse en nada. Ser inmutable es ver las cosas de golpe, sin fijar la mente en nada."

Parado delante de las puertas que permanecen cerradas, se presenta amable y se despacha a capella con un doblete de reguetón enganchado: "Donde comienzan las guerras" y "Filósofo". Es cierto que no le va pronunciar la "ll" como "i", pero es minucia de mañoso detenerse en eso, lector que querés mantener tu atención en las frases. "La cuestión esencial radica en no permitir que la mente se detenga en ninguna parte. Si no la sitúas en ninguna parte, estará en todas".

Este pibe de veintipocos, que agita las manos mientras baila apenas, rapea palabras con la emoción del que vio lo que cuenta. Su canto transmite su voz. Quizás hable de sí a través de otro, quién sabe. "Vemos a un niño con un arma perforando / todo el cuerpo de su padre / pues se cansó de tanto abuso / y salió en defensa de su madre."

Sin pedirlo se lleva el aplauso y, cuando volvés a tu lectura, él cambia de vagón para disipar la apatía de otros pasajeros.

Alejandro Güerri