jueves, 25 de septiembre de 2008

Birichina

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Mamá llora. Papá levanta las cejas, y a ésta que bicho le picó.

La idea fue de Nina, como siempre, aunque el cofre es mío. Me lo regaló la tía, una cajita lustrosa, con cuadrados negros y blancos como un damero de ajedrez. Lo mejor es el mecanismo secreto: el cuadrado de la esquina se corre y aparece la cerradura. Viene con dos llaves doradas. Una me la quedé yo, la otra se la di a Nina.
-De qué me sirve la llave, si el cofre lo tenés vos?
Nina tiene razón, pero el alhajero es mío.La primer semana jugamos a abrirlo y cerrarlo, y a pasarle una franela para limpiar las marcas de los dedos. Después nos aburrimos.
-Vacío no tiene gracia.-dijo Nina. Y se le ocurrió lo de la colección de medallas.
Para el día siguiente yo había conseguido dos: una de la kermesse de la escuela, primer premio en la carrera de embolsados, la otra, la del torneo de natación. Nina trajo tres, de sus hermanos, con figuras de chicos pateando la pelota. Yo agregué una más, de cuando terminé Preescolar. Las medallas eran grandes y doradas, pero demasiado livianas. Las guardamos, las ordenamos, las sacamos.
-Con medallas de lata no tiene gracia. –dijo Nina y al día siguiente se vino con una medallita plateada de la virgen, de cuando su mamá iba al colegio de monjas. Yo busqué en el cajón de la mesa de luz la que trajo la abuela de Roma. La mía era más chica, pero estaba bendita por el Papa. Después me acordé de la que tenía enganchada en mi pulsera de dijes, que atrás decía 18K. Pusimos las tres medallas en el cofre y no pasó nada más.
Una tarde llegó Nina haciéndose la misteriosa. Abrió la mano y me mostró una medalla grande, de oro, con una inscripción: ´N.P., 1970 Recuerdo de mi Comunión´. La metimos en el medallero y Nina dijo:
-Ahora que la más valiosa es la mía, la colección tiene que estar en mi casa.
Algo de razón tenía. Le dije que lo iba a pensar. Esa noche saqué del alhajero de mamá un medallón con una mujer de perfil. La mujer tenía un collar y el collar estaba hecho de brillantes diminutos. Era una joya antigua, decía mamá, que la usaba a veces, atada con una cinta de terciopelo.
A Nina, que no es tramposa, le pareció justo que yo me siguiera quedando con el cofre, hasta que unos días después sacó de su mochila un estuche de madera. Adentro, apoyada en seda blanca, había una medalla enorme. No podía ser oro, era demasiado grande, pero era hermosa. De un lado tenia un globo terráqueo en relieve. Del otro decía, ‘En agradecimiento por 30 años de servicio en la Empresa’.
-Es de mi abuelo, dijo Nina.
La metimos en el cofre, con estuche y todo porque el estuche también era de valor. Esa vez Nina se llevó el medallero a su casa. Yo tampoco soy tramposa.

Y hoy se murió el Nono. Cuando volví de la escuela estaban mamá y papá vestidos para salir. En el auto nadie hablaba. Yo iba pensando en el Nono, que estaba por cumplir cien años y que cuando lo visitábamos me pellizcaba el cachete y me decía ‘biriquina’. En el salón del velorio estaban mis primos, pero yo quería verlo. Nunca había visto un muerto. Fui hasta una salita llena de flores. No había nadie. Me acerqué al cajón y me puse en puntas de pie. No me dio miedo, porque le habían cambiado la cara y parecía una señora dormida. De pronto la vi: apoyada en el pecho estaba la medalla que el Nono se había ganado en la guerra, la que guardaba en una vitrina del aparador y que mis tías decían que se la había dado el duche. Tenía forma de cruz y una cinta morada y se notaba que era una condecoración de guerra, una de verdad. Justo cuando estiré la mano, entraron mis tías y por un segundo, por un segundo nomás, maldita sea, me perdí de llevarle a Nina la pieza más valiosa de la colección.

martes, 23 de septiembre de 2008

Sueño mojado

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Soñé que me movía a Michael Phelps.
En los JJ.OO. lo fui a ver. Estuve entrenando mucho en mi deporte, el judo, pero no me sirvió para nada porque las chinas y las ponjas te la ponen en dos patadas. Quedé última en la primera competencia y me quedó un huequito para ir a verlo. Se ve que me quedaron patentes en la cabeza sus brazadas de pez macho. Al principio no me gustó, pero después lo empecé a ver por todos lados y me enamoré.
Soñé que estaba encima de él, empujando endemoniada, agarrada de esos muslos cortos, mordiendo de vez en cuando sus súper bíceps. Michael estaba en trance, con los ojos cerrados, y yo aprovechaba para espiar la casa, a ver donde tenía las ocho medallas. Después acabábamos y él al rato se dormía, entonces yo me ponía una remera de él y me escapaba de la cama para recorrer su mansión nueva y sacarle una de sus preseas. Abrí el ropero, un armario, el botiquín, atrás del microondas, pero nada. Hasta que fui al rincón más importante de la casa del hombre-pez: la piscina.
Me agaché a mirar el borde de la pileta iluminada, con la brisita de la noche entrándome en la quetejedi, y vi que había una vitrina con candado en el fondo. Desde ahí me saludaban las ocho de Beijing y las de los otros Juegos. Yo me zambullía y me ponía a intentar abrir el gran cofre, pero a cada rato necesitaba salir a recuperar el aire. Obvio que Michael escuchó mis chapuzones y se tiró a la pile desde la ventana. Cuando notó mis intenciones no dudó en develar la verdad: las piernas petisonas se le convirtieron en aleta caudal. Y hecho todo un sireno malo me sostenía la cabeza abajo del agua, mientras me salían burbujitas de desesperación.
Ahí me desperté.

Nadia Hardy

Historia de Yu Tsun, el que ve más lejos

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Los grandes eventos deportivos, como los recientes Juegos Olímpicos de Beijing, proponen a nuestra imaginación una galería de héroes, a la manera de las antiguas celebraciones perdidas en el tiempo de los griegos. Pero muchas veces, el éxito y la consagración no les corresponden a los preferidos de los dioses, como fue el caso de Yu Tsun, la malograda estrella del equipo chino de tiro al blanco, cuya historia merece ser contada.

Yu Tsun pertenecía a una familia consagrada ancestralmente a las destrezas de la puntería: un lejano antepasado suyo, Ming Tsun El Perfecto, sirvió en los Ejércitos Imperiales hace veinticinco siglos; un descendiente de éste, Tsunami Wang Tsun, comandó la legendaria defensa de los invasores mongoles, gracias a que su notable vista le permitía predecir las posiciones del enemigo. Así, Yu Tsun (del que veníamos hablando) no defraudó la tradición familiar al revelarse como un dotado tirador, lo que prontamente lo llevó a integrar las selecciones nacionales de ese deporte. Y para coronar la gloria que su estirpe siempre le había brindado a la nación, Yu tuvo la oportunidad de liderar el equipo olímpico que habría de participar en los Juegos a realizarse bajo su propio sol.

Pero los dioses, que ponen piedras en el camino de los hombres y montañas en el de los héroes, decidieron intervenir en el dorado sueño de Yu Tsun. A falta de un mes para el inicio de la competencia, un desafortunado accidente le provocó la pérdida de un ojo: una chispa saltó a su cara cuando controlaba la comida, y Yu Tsun sintió que la oportunidad que su linaje le había otorgado le era quitado por una humeante sopa de hierbas.

Desorientado, sin saber en qué confuso episodio del destino había caído, Yu viajó tres mil kilómetros por los caminos de su país, hasta la remota provincia de Fing-Chuan, donde sus antepasados habían residido generaciones atrás. Cuando llegó a la pequeña aldea, un anciado lo interpeló: “Tu eres Yu Tsun, descendiente de Ming Tsun El Perfecto, cuyas flechas hacían brillar los ojos del Emperador –le dijo–. Los dioses te han enviado una señal, oh gran Yu Tsun, es preciso que la conozcas”. Y así, lo llevó a través de un bosque hasta un claro donde ardía una pequeña fogata; le ordenó sentarse y le puso en la mano un curioso objeto puntiagudo, con la orden que lo mantuviera apretado. Entonces el viejo dijo: “Yu Tsun, la gloria que te espera no llegará sino pasas la prueba que te ha sido encomendada. Si los hombres comunes necesitan dos ojos para ver, entonces los grandes no necesitan ninguno. Entiende que lo que tienes que ver no es menos visible si has perdido la vista, gran hijo de Ming Tsun El Perfecto, porque tu destino sólo podrás verlo cuando nada del mundo te distraiga de él”. Luego agregó unas oraciones en un chino impronunciable, que Yu Tsun no entendió, y se perdió entre los árboles. Al sentirse solo, en el silencio irreproducible de un bosque habitado por los fantasmas del destino que lo estaban convocando, Yu Tsun comprendió lo que tenía que hacer: con un gesto decidido, tomó la daga que el viejo le había entregado, la apoyó con delicadeza en una brasa ardiente y se la llevó a su único ojo sano. El dolor lo hizo desmayarse. Cuando despertó (el sonido del viento le informaba que ya había amanecido), se puso de pie y comenzó el regreso a su hogar. Tenía cuatro años para preparase: su misión era vencer a los que tenían los ojos abiertos, pero no el designio de los dioses.

Velas a Balzac

viernes, 19 de septiembre de 2008

Las vueltas de la vida

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Tiró, tiró y tiró. Tres veces tiró, hasta que me hizo caer y empecé a revolcarme, rebotando contra el andén como una pelota envenenada. Le pegaba al piso y salía disparado en una nueva voltereta, en un ángulo insólito. Revoleaba las piernas y los brazos, despatarrado como un asterisco. Quería agarrarme a cualquier cosa que estuviera firme sobre la tierra, pero no sabía ni para qué lado apuntaba la fuerza de gravedad. Un pie contra el suelo, el codo, un hombro, la frente, el cemento duro, un chichón, otra vuelta y vamos de nuevo, la rodilla, mi cadera, la espalda, el andén me pegó en la nuca, mi mano en mi mentón, autogolpe, perdí la mochila, la vi salir volando, otra vez el mismo codo, ahí o antes me hice la frutilla, segunda mortal y media con tirabuzón, pensaba en las rusitas que ganan medallas por acrobacias como estas. ¿Dónde mierda está el piso? ¿Por qué no paro de una vez? Otro rebote y perdí la cuenta, pero amenguó la velocidad, el vértigo aflojó. Por fin pude abrir los brazos y las piernas, las puse duras y encontré al andén. Flotando en palomita, como la famosa de Aldo Pedro, abracé al piso, tratando de frenar la inercia con el pecho y con la pera para no rasparme el resto de la cara. Mientras me arrastraba de panza, una equis contra el andén, vi unas zapatillas blancas, abotinadas, con los cordones flojos, que se escapaban con la medalla falsa que me había dado mi abuela. ¡Qué tengas suerte, hijo de puta!
Hilario González

jueves, 18 de septiembre de 2008

Lata sagrada

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Para ahuyentar la mufa que me acechaba (desaprobé todo el primer cuatrimestre, mi chica me dejó, me esguincé un tobillo), mi abuela postiza me dio esta imagen en relieve. ¿Viste qué linda la inmaculada con su aura y su tristeza? Y me enseñó el Ave María Purísima, que es un rezo bien cortito. La vieja me previno: Esta medalla me la dio mi madre y ella la heredó de la suya. Cuidala con la vida, llevala siempre puesta y ella te va a cuidar a vos. No quise despreciarla (ya le quedaba poco. Además parecía un objeto antiguo y de valor), y me colgué la cadenita del pecho. Pero resultó de chapa la virgencita (la revisó el Turco), y yeta: me trajo una desgracia tras otra. Si no, no sé a qué atribuirlo. Para vos puede ser muy divertido que te cuente uno por uno los garrones que me comí, o te haga una listita, pero prefiero no recordar esos momentos horribles que no terminan de pasar. La abuela ya no está entre nosotros, llueve hace doce días y San Martín perdió tres al hilo, pero no me animo a revolearla a la mierda. Lo único que me falta es que Dios me castigué. Así que la llevo bien visible y lustradita a ver si un hijo de puta me pega un tirón en el tren o algo así.

Fernando Aíta

miércoles, 17 de septiembre de 2008

Buen alumno

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La única que me dieron
fue por amor. Un amor
desigual, constante, obsesivo.
Un amor como otros
donde sólo obtuve bienes
simbólicos.

Ni fotos de aquel día guardo.
Nada.
Un agujero negro en el pecho,
el puntito sangrante del alfiler.

Aquella única vez
subí al escenario
para lucirla
en la solapa,
en las fotos.

Mi lógica fue:
un amante dedicado
tiene su premio.
Mi lógica fue
de grande.

De noche,
antes de dormir,
repaso el idioma
que aprendí a fondo
por ella.

viernes, 5 de septiembre de 2008

jueves, 4 de septiembre de 2008

Tres tiras

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El extraño del pelo blanco

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Rocha tiene para ofrecer unas playas increíbles, pero el pueblo es un pueblo: una plaza central, cercada por el cine/teatro, la comisaría, la municipalidad y la iglesia, ochavas coloniales, calma y novedades poco novedosas. Una tarde de enero del 95, a la hora de la siesta, lo más llamativo era un muchacho morocho con el pelo blanco. La mochila remarcaba que era un turista.

Dos amigos de unos quince lo vieron y quisieron averiguar algo más sobre el curioso sujeto, por ejemplo, si fumaba porro, que ellos tenían: uno llevaba en la mano un ladrillito envuelto en una bolsa envuelta en diario. Charlaron del micro que se tenía que tomar el forastero a Punta del Diablo, y de su pelo.

–Tengo un hermano peluquero, es un regalo de cumpleaños.
–Ah. ¿Querés pegar maconha?
–A ver… bueno, dame cincuenta uruguayos.

El pibe cortó una piedra, se la puso en la mano, y le señaló la otra esquina de la plaza:
–Aquel es el tuyo, dale que sale.
–Gracias, chicos.

El viajero de pelo blanco se ubicó en su lugar, atrás de todo, al lado de la puerta del baño, del lado de la ventanilla, con la idea de empaquetar el faso cuanto antes, y ni bien apoyó las cachas en el asiento vio subir a cuatro uniformados. Los agentes de la ley enfilaron derecho para el fondo, obviamente observando al tipo del pelo teñido.

El extraño, de pronto cercado por cuatro policías, empezó a transpirar (el porro en su mano se humedecía y le parecía que iba a oler más fuerte) y en un intento desesperado por evadir su arresto inminente, se paró con cara seria y pidió permiso para pasar al baño.

–Suyo, señor –dijo chistosamente uno de los milicos. Y todos se movieron y curvaron para darle paso.

Entró y dudó entre poner la bocha en una bolsita y guardársela en las bolas o tirar todo por la ventanilla. “Si zafé hasta acá, ya fue”, razonaba, y pegar no era fácil, y menos esa cantidad a ese precio. Armó el canuto, se lavó las manos, salió y le aclaró a un oficial que le estaba ocupando su butaca, esgrimiendo el pasaje.

–Eh, vo’, levantáte y dejá sentar al señor que parece enojado –dijo en broma otro.

La ley estaba fuera de servicio, y no había tiempo para injusticias. Los polis son polis las veinticuatro horas; estos eran tipos que volvían a sus casas cansados: estaban más para tomarse una fría que para imponer su autoridad. Se fueron quedando en tres pueblitos más pequeños y tranquilos que Rocha. El chico de pelo raro llegó a charlar un momento con el último en bajar, y se dio cuenta de la ventaja de ser tan visible, de que gozaba de una pequeña impunidad para el resto del viaje: quién iba a sospechar que alguien tan fácil de reconocer fuera a hacer algo inapropiado. Y se saboréo un fino mentalmente.

Fernando Aíta

miércoles, 3 de septiembre de 2008

Ama de casa

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Estaba sentada en el comedor cuando empezaron los
golpes. Parecía que iban a tirar la puerta abajo.
-Pancho! - llamé a mi marido - escuchás ?
No contestó. Sin levantarme de la silla, me fijé
si estaba puesta la traba. Enseguida empezaron los gritos:
-Policía ! Abran ! Policía !
Que va a ser la policía, pensé para mi, mirá si
les voy a abrir, con las cosas que pasan hoy en
día. No me moví. Me sentía mareada.

Los golpes pararon. Me acerqué a la puerta y miré
por la mirilla: dos grandotes, de uniforme y
gorra. Parecían policías nomás. Estaban parados
en el pasillo, como esperando. Detrás había un
grupo de gente, vecinos del edificio. Volví a
sentarme. Me puse a pensar que tenía que limpiar
todo, y estaba tan cansada.

Al rato escuché el ruido de una llave en la
cerradura, trataban de abrir. Por la mirilla se
veía al encargado que forcejeaba con la llave
maestra. Apenas hice a tiempo a echarme hacia
atrás cuando uno de los grandotes se tiró contra
la puerta y, de un golpe de hombro, arrancó la
cadena del pasador. Los policías entraron. Me
pareció que ocupaban todo el comedor.
-Pancho, vení, que están adentro!- grité. Donde
se había metido ése, que no me escuchaba.
Los policías me miraban de arriba abajo. Ahí me
di cuenta que tenía en la mano la cuchilla
grande, la de cortar la carne. Me dolía la mano
de tanto apretar el mango.

-No se asuste señora, - dijo el policía que había
empujado la puerta, sin acercarse. El otro, que
parecía más jovencito, se fue para adentro del
departamento. Y Pancho que no aparecía, que nunca
está cuando lo necesito. El policía viejo no me
sacaba la vista de encima. De golpe sentí que me
agarraban de los hombros. No se cual de los dos
me agarró, cual me sacó el cuchillo. La gente se
asomaba por la puerta entreabierta.
-Afuera, que aquí no hay nada para ver, gritaba
el policía. La del tercero, que es amiga mía,
igual se metió. Me miraba con cara de loca.
De repente se puso a gritar.

El más jovencito me dijo:
-Vamos, señora, nos tiene que acompañar. Me tenía
agarrada del brazo, como una pinza. Le pregunté
si podía cambiarme. No me dio tiempo. Solo pude
sacarme el delantal que tenía todo sucio,
todo manchado de sangre.

Maria Elena Spina

martes, 2 de septiembre de 2008

“La calle es nuestra”...

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...era la consigna antes de que nos la robaran los de las zapatillas. Nos decíamos esa frase entre beso y beso cuando salíamos de trampa. No éramos muy adinerados, por eso nos metíamos en el tren a las 10 de la noche, bajábamos en Tres de Febrero y caminábamos hasta los bosques.
Una noche con olor a tulipanes y brisa tierna, nos sentamos a cervecear junto a unos arbustos. Claro que, poco después, jugar con la lengua en la lengua se volvió ciertamente aburrido. Las manos nunca tardan en ponerse en lugares privados y los lugares privados no paran de aceptarlo, aún así se esté en un lugar público. Ninguno de los dos lo propuso, pero terminamos a caricia plena debajo del arbusto. Los joggings y las polleras son buenos amigos de estas situaciones. Tuvieron el gran gesto de correrse un poquito y permitir la mezcla gloriosa del amor.
Una luz penetrante nos apagó el fuego.
- Salgan de ahí - dijo la voz masculina.
- No te olvides, la calle es nuestra - sonó el susurro en mi oído.
- Documentos - dijo el oficial que vestía a la voz masculina.
- Los dejamos en casa.
El señor policía, intimidante en su poderoso traje azul, echó media sonrisa y llamó a un móvil. Había un compañero parado atrás, que llamó a mi amorcito. El otro se quedó mirándome a mí. No decía palabra. Se me ocurrió decirle: “¿Y si te doy mi nombre y me buscás en tu base de datos?”. Nada. Después me devolvieron a mi amante y hablaron entre ellos como señoras contándose un gran secreto. Yo reía de los nervios en los brazos de mi chico. Él me besaba en el cuello. Luego, llegó el veredicto:
- Bueno, chicos. Por lo menos nos tienen que dar algo para la birrita. Y la botella también, nos vendría bien.
No dudé en levantar la botella y dársela. El oficial bebió lo que quedaba dentro de ella. El otro aceptó el dinero que mi chico sacó de su bolsillo ante sus ojos, y ahí mismo notó que los forros estaban intactos junto a los billetes. Su comentario fue inmediato:
- ¡Encima no los usás! Nene, después vienen los bebés, y ahí las cosas se ponen fuleras. Haceme caso, usalos. Chau, chicos, cuídense, ¿eh?


Nadia Hardy

lunes, 1 de septiembre de 2008

Ante la ley

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Todo fue muy raro desde que empezó hasta que terminó, si es que la historia tuvo fin. Uno de los asistentes, digamos T, se niega a pagar. El perjudicado por esa actitud, acaso llamado M, quiere saber por qué, pero no obtiene respuesta. Insiste varias veces; consulta con el resto de los presentes, pero T no se inmuta. Dice que no va a pagar y que nadie le va a hacer cambiar de opinión. A la distancia, parecía convencido. Los testigos del hecho (en realidad, los compañeros de T) creen que se trata de una broma, de un ejercicio teatral o de un derrape mental, no están seguros. Observan la escena, apenas intervienen para responder con monosílabos a las preguntas de M. Pero M no sabe qué hacer: tarda unos minutos en darse cuenta que T no le va a pagar lo que le debe, y que los demás, que sí lo hicieron, no van a ayudarlo. Insiste, esta vez con un tono de voz más fuerte, acaso agresivo, pero nada. Entonces le advierte a T que si no le paga va a llamar a la policía. T festeja la ocurrencia, con un dejo de cinismo que irrita a M, pero que pone de su lado al resto. Sin otra salida, M cumple con lo dicho: levanta el tubo y llama a la comisaría; con un pretexto vanal, logra que le prometan un oficial en los próximos minutos. T aprovecha la espera para ir al baño, en un gesto que algunos interpretan como un alarde de descaro. No pasa un minuto de su regreso a la escena cuando suena el timbre; M, apurado, hace pasar al policía. Le explica rápidamente el problema, le expone su situación, le invita a conocer el testimomio de los presentes, le ofrece también un mate. El policía declina la oferta, pero acepta una silla. Deja caer su cuerpo gordo en el asiento y le pregunta a T, sin vueltas, si es verdad lo que afirma M. T lo admite, pero impone una objeción. Dice que va a pagarle a M cuando le salga un cuento. El policía no entiende. Súbitamente todos notan que el oficial ignora qué clase de pago está reclamando M. Le dicen. El policía tose, se rasca la cabeza, mira para todos lados. Se siente desorientado, rodeado de personajes cuyos oscuros secretos no logra entender. Pero en su confusión encuentra un halo de claridad y propone una salida al entuerto. Dice: “Mirá, pibe, hacemos así: vos me dás a leer un cuento, y si está bien, le pagás al tipo este. Sino, te podés ir. ¿Estamos?”. T acepta. Revuelve entre sus papeles hasta dar con el que cree que es su mejor cuento y se lo estira al policía.


Velas a Balzac