lunes, 24 de noviembre de 2008

La salida

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“Hay una fuerza que excita desde adentro. La emoción se adueña de la piel. Una sensación de estómago vacío, debilidad en las piernas, la cabeza parece de hierro sólido”.

Nunca tendríamos que haber venido a este pueblito perdido en el medio de la nada, porque uno puede ponerse medio melancólico y terminar haciendo cualquier locura. Sé que en Buenos Aires no hay nada de laburo y que terminamos rebotando acá después de no sé cuántas vueltas, pero yo lo conozco al Gordo y puede mandarse una cagada en cualquier momento, sobre todo si no tiene nada en que mantenerse ocupado. Y sé que el otro día, después de discutir porque nos querían echar de la pensión porque ya le debemos como un mes, salió por ahí y volvió con cualquier idea en la cabeza. Me empezó a hablar de la necesidad de un grito renovador y no sé qué otra cosa. Lo mandé a la mierda, sin mucho más que agregarle, pero parece que al Gordo cuando se le mete una cosa en la cabeza no hay vuelta que darle, porque al otro día se apareció con un libro, me quería leer unas cosas, y ahí casi hubo piña. Porque yo tolero que cada uno ande en la suya, pero que a mí no me vengan con las represiones internas o las pragmáticas del carajo o qué se yo. Esa noche, para no seguir el quilombo, me fui yo y lo dejé sólo en la pieza, para que se diera cuenta de que si seguía con ese raye no nos íbamos a ir nunca de este caserío de mierda, nunca nos íbamos a escapar del interior. Pero cuando volví al mediodía siguiente no lo encontré por ningún lado; se había llevado las cosas y dejado pagada la deuda con el patrón de la pensión. Me dejó un papel encima de la cama con una frase que no entendí, creo que decía que se fue porque le dolía la panza. Al tiempo supe que no iba a volver a verlo al Gordo, pero cada tanto recibo una postal suya de algún lugar raro, qué sé yo por dónde andará. A lo mejor, si algún día salgo de acá, me lo vuelvo a encontrar.

viernes, 21 de noviembre de 2008

Impress Pragnánimo

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Hay una fuerza que excita desde adentro. La emoción se adueña de la piel. Una sensación de estómago vacío, debilidad en las piernas, la cabeza parece de hierro sólido. El corazón se come a sí mismo y se autobombea metiéndose a contramano por las venas para llegar a la última parte de nuestro cuerpo. No puede encontrar la salida.


Estamos inermes en un mundo hostil. Vivimos colmados de angustias. La represión interna cancela las respuestas.


El primer paso se debe dar hacia delante, sin importar las reprimendas del entorno. La fuerza debe ser liberadora, inapelable, contundente. Desnúdate en el subte, golpea a un turista, róbate un frasco de mayonesa, empuja a una vieja en la calle, lo que sea. Es importante, en estos casos, contener la respiración en el quinto chacra (laringe) y no personalizar. Luego, sentirás emerger un grito renovador. Déjalo ser.


La situación así definida la denominamos Impress Pragnánimo. Hay algunas técnicas, pero este no es el medio para publicitarlas.


Ulises Weinner

miércoles, 19 de noviembre de 2008

El Interior S. A.

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Serían las cinco cuando golpearon la puerta de mi despacho y dije “adelante”. Ante mí, un hombrecito de traje marrón antiguo y camisa amarilla, con un maletín que le colgaba de una mano. Estático en el marco de la puerta, se quedó esperando una invitación que demoré para obtener unas palabras aclaratorias de mi secretaria.
–Irene no va a atenderlo –dijo. –Salió antes por asunto de familia.
–¿Quién es usted, señor? –lo miré extrañado.
El hombrecito dio un paso que lo puso dentro de la oficina. Desplegó una sonrisa como quien abre un paraguas y pidió de tomar asiento. No pude decir que no.
–Katsúo Ioshimi me llamo. Represento a esta compañía.
Su mano flaca y sorprendentemente anciana me extendió una tarjeta. Era blanca y en el centro decía en azul “El Interior S.A.”. Levanté la vista del rectángulo de papel y me encontré con la misma sonrisa de antes.
–¿Qué se le ofrece?
Ioshimi se rió espasmódico, tapándose la boca con la mano, y en un segundo cobró el aspecto de una ratita.
–Aquí dentro –dijo golpeando el maletín con los nudillos. –Cosas muy importantes para usted.
Me di cuenta de que era otro vendedor de seguros. Cada tanto lograban filtrarse en la compañía, coimeaban a los de seguridad y una vez adentro, sabían cómo moverse hasta llegar a nosotros.
–Mire, le agradezco mucho pero por ahora no preciso…
Ioshimi se puso de pie y apoyó el maletín sobre mi escritorio.
–Abra –dijo. –Vea.
No pude negarme.
Levanté la tapa y una luz intensa, de un verde claro, iluminó mi despacho. No se veían el fondo ni las paredes del maletín abierto. No se veía el contorno de nada, en realidad. Al acercar mi mano para cerrarlo, sentí un fuego en la yema de los dedos y me retraje a tiempo.
–¿Qué es esto? –le dije a Ioshimi.
–Cosas muy importantes para usted –repitió con una risita.
–¿Qué cosas?
Mientras cerraba lentamente el maletín y la luz iba menguando, dijo:
–Cosas muy importantes, señor. Emociones nuevas.
Ioshimi se encaminó hacia la puerta. Noté que no levantaba los pies para desplazarse.
–¿Cuánto vale lo que tiene ahí?
Otra vez su risa corta, su carita de rata. Estiró recto el brazo con el maletín hacia mí.
–Es suyo –dijo.
Me adelanté para agarrarlo y agregó:
–A cambio debe darme emociones viejas, todo lo de dentro que ya no sirve.
–Pero ¿cómo?

No estoy seguro de lo que pasó después. La sensación fue que alguien o algo (una mano, tal vez) arrancaba de adentro mío cosas muertas. Desperté tirado en el piso de mi despacho, completamente solo, con un bienestar que hacía años no experimentaba. Enseguida sentí una punzada leve en el pecho. Desabotoné la camisa para examinarme y vi una aureola verde que rodeaba la zona del corazón.

viernes, 14 de noviembre de 2008

Separación de bienes

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Ya ni sé por qué discutíamos aquella noche. Si era por el auto (yo quería venderlo enseguida y Marco no, seguro que para irse en enero de viaje con alguna) o por la biblioteca nueva o por alguna otra cosa, pero estábamos a los gritos en su departamento. De repente se iluminó la ventana, un trueno sacudió el edificio. Se cortó la luz.

Cayó aquí nomás, dijo Marco y fue para la cocina a buscar una vela. Yo salí al balcón. Era un piso veinte, se veía hasta el río. Todavía no había empezado a llover pero ya subía el olor caliente del asfalto mojado. El apagón era grande. Manzanas y manzanas de oscuridad, después Libertador apenas dibujada por los faros de los autos y, más lejos, otra franja negra hasta el río. Ahí brillaba un resplandor, como si algo se estuviera quemando. Era extraña la ciudad sin el cuadriculado de las calles, las copas negras de los árboles tapando las casas, los edificios como esqueletos, huecos por dentro.
Marco no había encontrado las velas. Prendió un cigarrillo y se apoyó contra la baranda. A los dos nos asustaban los apagones en la ciudad. Como chicos, inventábamos historias tristes que sólo podían pasar cuando los departamentos estaban a oscuras o en la luz amarillenta de las velas.

Estuvimos un rato largo, fumando y mirando los relámpagos silenciosos sobre el río. Quien nos va a cuidar ahora, cuando se corte la luz, le dije despacio. Me recosté sobre su brazo.

Retumbó otro trueno cercano y empezó a gotear. Fuimos para adentro, tropezando con las cajas llenas de las cosas que Marco todavía no había desarmado. Nos sentamos en el colchón en el piso, no había cama, nos abrazamos y en la oscuridad todo fue como antes. Afuera diluviaba.

Amaneció gris. En algún momento la luz había vuelto y la lámpara del comedor estaba prendida. Se me había hecho tarde. Tenía olor a humedad pegado en la piel y no iba a poder pasar por casa para cambiarme. Marco tomaba café parado en la cocina. No me ofreció. Tu colchón apesta a perro mojado, fue lo único que le dije mientras salía.

viernes, 7 de noviembre de 2008

Ascensor

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Justo estaba subiendo en el ascensor cuando se cortó la luz. Tanteando busqué la botonera. ¿Cuál sería el botón de la alarma? Toqué todos. Ninguno funcionó. Grité. ¡Auxilio! Nada. Probé una vez más y nadie salió, ni escuché un solo ruido. Me pareció medio maraca seguir gritando. Forcé la vista, abrí y cerré los ojos varias veces. La oscuridad era total. Esperé. Pensé que de suerte el ascensor podría haberse detenido en un piso, o al menos cerca y eso me permitiría salir al palier o saltar. Abrí la puerta tijera. De a poco, estiré el brazo, despacio, a la altura de mi pecho. No había nada. Tendría que estar la otra puerta o parte de ella o la pared del entrepiso. Busqué más para adelante, me agaché, me paré en puntas de pie. Moví el brazo para un costado y para el otro, para arriba y para abajo. No encontré nada. Me agarré de la puerta tijera y busqué a ciegas la pared del pasillo que debía estar al lado del ascensor. No estaba. Del otro lado, tampoco. Acostado en el piso, estiré las manos lo más que pude, para abajo, para adelante. Nada. Saqué medio cuerpo para afuera, me colgué, moví los brazos. No llegué a tocar nada. Me quedé sentado un rato, sin saber qué hacer. Pensaba. No me dio miedo. Pasó un rato y sentí un ruido, eran como latidos. Me paré tratando de orientar mis ojos hacia el sonido. En el espejo había una imagen, una persona de espaldas. Se dio vuelta. Me reconocí, aunque más viejo. Me tendió su mano. Estiré la mía, el vidrio se movió como si fuera agua. Las ondas borronearon la imagen. El espejo se puso duro y frío. Volvió la luz. El ascensor siguió subiendo.
Hilario González

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Cortes

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I
Era chica y amistosa la ronda. Habíamos dado un par de pitadas cada uno, la charla circulaba risueña y el malón de autos parecía la postal de una carrera desde el centro de la plaza. Como pasa en grupo a veces, alguien empezó a querer dar susto con alguna historia irrelevante, que concentraba la atención en su persona, en sus palabras, en sus miedos. Sugestionarse fumado es más fácil que no hacerlo. Se escuchó un PLUM y, justo antes de dispersarnos corriendo, la plaza quedó completamente a oscuras.

II
Era chico y misterioso el pueblo. La mayoría de las casas no tenían iluminación eléctrica – posiblemente, ahora tampoco. Si no te procurabas velas o casaca para el farol, la claridad terminaba con el día. Esa primera noche volvíamos de estar en lo de unas italianas tomamerca, que habíamos conocido de caraduras en el único bar del pueblo. Uno de nosotros se había quedado con la rubia de rulos que nos puso como locos a todos. Sin saber mucho dónde era nuestra casa, atravesábamos una calle perdida, haciéndole carpita a la vela que teníamos en la mano. El viento de la costa arrasó la llama, los ladridos de unos perros feroces nos forzaron a correr en ese estado y la noche se desgarró a nuestro paso.



III
Era hermosa y rara la chica. Habíamos llegado a su casa después de unos cuantos temas, unos cuantos tragos. Puso música y sirvió algo más. A oscuras nos sacamos todo y nos dimos bastante. Los primeros rayos del amanecer se filtraron naranjas por las rendijas de su persiana. No me tenía que bajar a abrir, ni yo tenía que correr. Intercambiamos datos y unos besos de despedida. Fuera de su casa, descubrí que no conocía la calle, ni el barrio. Caminé hasta encontrar una plaza y me tiré en el pasto. La luz del sol me encegueció antes de que pudiera quedarme dormido.


Alejandro Güerri