martes, 30 de diciembre de 2008

De otro planeta

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Me acuerdo cómo fue que llegué en esa tintorería. Estaba dando vueltas con el traje hecho una pelota adentro de una bolsa, lo necesitaba rápido y fue el primer lugar abierto que encontré. Me atendió un pibe joven, simpático, que me lo prometió para la mañana siguiente. Cuando estaba saliendo escuché: “Mancha de pizza”. Me di vuelta: el pibe estaba en el mismo lugar, completando un formulario, con mi traje sin sacar de la bolsa.

–¿Cómo adivinaste? –le pregunté.

–¿Qué cosa, señor? –contestó.

–Lo del traje, que está manchado de pizza.

–Yo no dije nada.

–Ah, perdón, me habrá parecido –dije, y salí sin prestarle mucha atención.

Al día siguiente me entregaron el traje perfecto y me olvidé del asunto, hasta que un par de meses después se me rompió el lavarropas y tuve que volver. El empleado me reconoció y me saludó cordialmente; recibió las cosas y me dijo que pasara el día siguiente, después del mediodía, que seguro ya iba a estar todo listo. Mientras me preparaba un recibo miré el lugar: de la entrada hasta el mostrador no había más de dos metros; de allí hacia atrás, una hilera de lavarropas y otras máquinas que se estiraban hasta la oscuridad. Apenas una lámpara iluminaba el sitio, que aprovechaba una entrada vidriada con la inscripción “Tintorería Tsun” para alimentarse de luz natural. Guardé el papel que me entregó el chico, saludé y me fui. Desde la vereda escuché que alguien decía: “Un gordo, hincha de Boca, le gusta el vino”. Me estremecí. Miré hacia adentro; el chico estaba hablando por teléfono, el local estaba vacío y mi ropa había desaparecido del mostrador. Di la vuelta manzana y entré. Lo encaré de una:

–¿Qué hacés, viejo, que decís lo que hay en mi ropa?

–No entiendo lo que me dice, señor.

–Mirá, no te hagás el nabo. Hacé una cosa, devolvéme todo y no me vengo más por acá.

–Pero, ¿qué pasa?

Sin escucharlo, salté el mostrador y me metí entre las filas de máquinas, buscando mi ropa, si es que ya no la había puesto a lavar. El pibe me seguía al trote, gritándome “Cálmese, señor, cálmese”. Me tropecé con algo y empecé a putear. El chico me alcanzó y prendió una luz. Había un viejito chino (o coreano, o japonés, que sé yo) caído en el piso, con mi bolsa en la mano. Estaba cerrada.

–Perdóneme, es mi abuelo que me ayuda –me dijo el empleado.

–Malo –dijo el viejo–, tribunero, con esa bicicleta de morondanga.

–¿Qué? ¿Cómo sabe qué hay en la bolsa? –pregunté.

–Ah, no se preocupe –dijo el chico–. Mi abuelo quedó ciego hace años y dice que con el olor se da cuenta de qué hay en cada bolsa y que puede decirme cosas. Creo que está medio loco.

–Medio loco hay que estar para haber guardado tanto tiempo una remera de este muerto –dijo el viejo.

Velas a Balzac

lunes, 29 de diciembre de 2008

Energía y materia

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Diana se sentaba delante de mí en las clases de lógica. Me enamoré de su nuca, blanca y lisa, como de porcelana. Si ella movía la cabeza, yo respiraba su olor, a flor, a pasto, a bosque, a mar. Estaba enamorado de ese perfume lejano como un recuerdo. Diana era inmaterial. Recién al final del semestre me animé a hablarle y por una cuestión con un libro que yo tenía que prestarle, o ella a mí, me dijo que pasara al día siguiente por su casa.

Cuando me abrió la puerta de su departamento, creí entrar en una pecera llena de éter perfumado. Ahí adentro la luz caliente y sucia de la calle se convertía en aire liviano. No había casi muebles. Diana estaba vestida de claro, pantalones anchos y camisa blanca. Estaba descalza. Así debían ser los djinns de las mil y una noches. Trajo una bandeja con dos jarros y se sentó en un almohadón en un costado de la pieza. Me dijo que era té de rosas. Yo nunca lo había probado y se me ocurrió que el perfume misterioso de Diana debía ser el de ese té. Me senté en el otro almohadón y, como siempre que estaba frente a ella, no supe que decir.

De repente sentí el olor, inconfundible. Levanté un poco el pie izquierdo y miré mi zapatilla. Ahí estaba: una pasta amarillenta metida en el dibujo de la suela. Casi me da una arcada, de asco, de desesperación, era el final de todo lo que todavía no había empezado. No dije nada, me paré con cuidado y caminé hasta la puerta, pisando con el costado del pie para no ensuciar el piso de madera clara. Me saqué las zapatillas en la entrada y volví a sentarme con una sonrisa estúpida. Diana seguía sentada con las piernas cruzadas y la paz de una estampa japonesa.

Me alcanzó uno de los jarros, me lo acerqué a la nariz. Olí, buscando inspiración. Volví a oler. Con espanto me di cuenta de que el vapor de las rosas se mezclaba con otro olor, no el de recién, otro más sutil pero igual de inmundo: el olor a pie, mis pies, las cuadras que había corrido en el calor de la tarde. Me pareció que Diana fruncía la nariz. Pensé sacarme las medias, pero la imagen mis pies al lado de los pies descalzos de Diana, como recién salidos del mar, sus uñas nacaradas, era incongruente. Para alejarlos, me arrodillé y me senté sobre los talones. Era una posición absurda, incomodísima, ridícula. Las piernas se me acalambraron y el olor seguía ahí instalado, rodeándonos. Era el olor del jean, que no me cambiaba desde hacía días, el olor del morral, que arrastraba la mugre del colectivo, de la ciudad, de la fritanga del bar donde había almorzado a mediodía. Me tomé el té casi de un trago, apenas si le sentí el gusto, le dí el libro, o me lo dio, y me fui.

A Diana la perdí para siempre en las vacaciones. Desde entonces preferí enamorarme de chicas de carne y hueso.

viernes, 19 de diciembre de 2008

El búfalo

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Desde hacía una semana, en el palier de entrada de mi edificio había olor a podrido. El primer día pensé que eran las bolsas de basura que estaba sacando Fermín, el encargado. Pero la insistencia del aroma me animó a preguntar. Fermín dijo que el técnico ascensorista había revisado el fondo y no había visto nada pero que, sin lugar a dudas, el hedor provenía de las profundidades de la planta baja. Calculaba Fermín que podía tratarse de una paloma o gorrioncito muerto o de una bolsa de basura que un malintencionado habría arrojado por el hueco. Yo optaba por la segunda opción: es prácticamente imposible que una paloma o gorrión se aventuren por el palier cuando la puerta se mantiene cerrada con llave las 24 horas. Yo también había formado mi propia versión: una rata muerta era más factible.
Dos días después, el técnico ascensorista vino a hacer la revisión mensual de los tres ascensores del edificio. Una vez que se retiró, fue evidente que no se había ocupado del pestilente problema. Me impacienté.
Aproximadamente a las 12 de la noche, Fermín duerme y la gente deja de entrar y salir con cierta frecuencia. Bajé en el ascensor hasta el primer piso, y ahí lo trabé. Escalón tras escalón, llegué a la planta baja. Armado con un destornillador vencí la fuerza de la puerta tijera. Salté al fondo y encendí la linterna que llevaba en el bolsillo del pantalón. Apunté a mis pies: nada. Apunté en el sitio debajo del segundo ascensor: nada. Apunté en el sitio debajo del tercer ascensor: algo.
Lo que aún no logro entender es cómo había llegado allí, pero estaba allí: era un perfecto búfalo, con sus cuernos, sus pelos y su color pardo, muerto y desangrado debajo de nuestros ascensores. Tampoco consigo abordar la nota que llevaba adherida al cuerno derecho: “No soportaba más. Perdón por todo. El Búfalo”. Até una soga gruesa a su cuello y, con muchísimo esfuerzo, lo arrastré fuera del fondo de los ascensores. Lo saqué a la calle y enseguida aparecieron los basureros, que contaron hasta tres, lo levantaron y lo arrojaron adentro del camión. No preguntaron nada. Volví el primer ascensor a la normalidad y me fui a dormir.

sábado, 13 de diciembre de 2008

¡¡Historia!!

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LLegamos juntos, nos fuimos separados. Ese podría ser el título del calvario que atravesé durante los últimos cinco meses a causa de mi apresurada decisión de viajar con un idiota. Al principio la consigna era sencilla: estar un sólo día en cada ciudad o pueblo y tomarse un tren hasta la siguiente parada. No llevar a nada ni nadie con nosotros: impregnarnos al máximo de cada lugar y punto. Pero claro, ya lo dije: viajé con un idiota.
Me cansé de decirle que se tranquilizara, pero ni pelota; para colmo el segundo día empezó a tomar yagé.
Me confundía con el gurú indígena de las selvas latinoamericanas, así que agarré las valijas y me fui.
Lo malo es que al llegar a la frontera descubrí que el pasaporte que llevaba en el bolso era el del idiota, y no tenía idea de como ubicarlo.
Así que fotocopié el documento, hice una ampliación y empecé a pegar la foto del idiota por todos los postes, paredes y vidrieras.
Con tal mala suerte que la policía lo andaba buscando por vender falopa.
Me llevaron en cana por las dudas como cómplice o testigo, después se vería. "Las preguntas las hacemos nosotros", me dijo uno y me puso un bife.
Mi pregunta era una sola: ¿Adónde mierda está este idiota?

viernes, 12 de diciembre de 2008

Chipa

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Al bajar del micro pisé la correa de la mochila. La tira se rompió y eso me pareció de mal augurio. Así que mi mente empezó a dibujar mil y una complicaciones, de las cuales la primera se cumplió cuando subí al taxi.
El taxista me aclaró que me iba a llevar adonde se le diera la gana y me dijo que me metiera la LONELY PLANET en el culo. Abrí la puerta, tiré la mochila y me tiré atrás: quedé raspado y dolorido, la mochila a media cuadra. Me saqué la LONELY PLANET del culo y busqué un bonito restaurante, que taxista hijo de puta, ciudad de mierda, maldita la idea de conocer Ciudad del Este.
En el restaurante daban para picar pan con mandarina y el centro de mesa era un minicomponente de oferta. Traté de ver como estaba vestida la gente, me saqué la remera de adentro del pantalón, me arremangué las botamangas, me peiné con las manos la raya para un costado. Pensé pasar desapercibido hablando como Chilavert o como Arnaldo André y pedí un poco de chipá.
La gente se empezó a reír de mí, qué pasa?, qué pasa?, empecé a gritar. El mozo me llevó a un costado y me dijo al oído: rajá ahora o cobrás. Junté bronca y le rompí una silla en la cabeza.El problema fue pedir chipá… Tendría que haberme quedado piola porque ahora estaba preso. Y todo por hacerme el vivo y no irme con los viejos al departamento de Santa Teresita

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Playero

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Lo primero que hice fue ir a la playa con mochila y todo. La arena caliente me alegró y el mar frío terminó de excitar. Pero dudaba si dejar las cosas abandonadas en la arena para adentrarme en las olas. Ahí fue cuando Vero y sus amigas (todavía no conocía su nombre) se ofrecieron a cuidármela. Sonreí como un tarado y agradecí varias veces, demasiadas, siempre mirándola a ella. Sus amigas se rieron.

Me metí al mar confiado. Entonces las chicas se sacaron las ropas y se pusieron a tomar sol desnudas.

Cuando estaba saliendo, aparecieron los tipos. Ya era demasiado tarde: las chicas vieron mi cuerpo escultural y empezaron a gritarme cosas. Se ve que, aunque hablaban español, no querían decir exactamente lo mismo que aquí, y no terminé de entender.

A ese punto yo sólo quería mi mochila, la señalaba. Ellas se reían; los tipos no. Entonces les dije a todos, apuntándolos con el dedo: "¿Quién se banca un mano a mano?"

Se me vinieron todos al humo. Tres me agarraron y el resto empezó a cavar un pozo.

"Eh, aguanten, che", dije, a ver si lo argentino les caía simpático. Pero no.

martes, 9 de diciembre de 2008

Hippismo

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Me habían dicho mil cosas maravillosas sobre el lugar pero, ni bien pisé, me sentí por demás decepcionado. Es que me había hecho la idea de que llegaría a una especie de paraíso y la verdad... Esa plaza de pueblo con iglesia, municipalidad, teatro y comisaría no prometían más que embole.

“Al mal tiempo buena cara”, dije y me uní a un grupo de hippies tomando mate. A la semana ya sabía tejer con hilo de cera y hacer malabares. Me ganaba las monedas en la Terminal vendiendo mis primeras artesanías y ya había aprendido a liar fasos.
La barba y el pelo me crecieron relativamente rápido. Me vi a mí mismo como un hombre-camaleón, capaz de adaptarse a cualquier entorno. “Soy Zellig”, me dije, y eso me puso contento.
Así, eufórico, llamé a casa para saber cómo iba todo. Hablé con mi viejo:

- Rodolfo está en cana y tu hermana quedó embarazada.

La filosofía hippie me impulsó a prender uno y olvidarme de ellos. Ya me veía en camino a transformarme en uno de esos cincuentones patéticos , de colita y pelo gris. Y, a decir verdad, la idea me encantó y empecé a planear superar a mis hermanos: yo solito y solo caería en cana y además embarazaría a una pendeja.
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Luna de miel en Shangai

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“He descubierto que no hay forma más segura de saber
si amás u odiás a alguien que hacer un viaje con él”.
Mark Twain

Llegamos cansados y hartos del viaje. Enseguida me cayó mal la cara de la gente. En Shangai se debe comer muy mal o por lo menos el morfi huele mal: ¡ZAAH! Grita el chino y le rebana un brazo al mono que grita. ¿Pata o muslo? Pienso.
- Mejor vamos a otro lado –dijo Mónica- No me gusta este lugar.
- Tenés razón, vamos. –dije.
Cuando me levanté, el mozo se acercaba con un cuchillo amenazante. Le pedí que se detuviese, que yo era inocente que por favor no me mate, pero el cuchillo lo traía para cortar el pollo. Igualmente, nos bloqueaba la única salida del boliche y perecía que nos íbamos a tener que quedar a almorzar ahí, nomás.
Pero no había caso, Shangai me cayó como el culo y ese pollo se me antojó contaminado. Así que llegué al hotel y me metí los dedos en la garganta para vomitar como Dios manda. Estaba a pura arcada cuando por el ventanuco entró un mono, me manoteó un zapato y se mandó a mudar. Y atrás otro mono o el mismo me afanó el otro zapato.
Descalzo como estaba empecé a trepar el árbol, al llegar a la copa levanté la cabeza y así empezó mi amor por Yang Lee. Ella, radiante, les tiraba cascotes de trescientos gramos o más con una puntería mágica a los monos. Al recibir los impactos caían como muñecos sobre las flores de los jacarandá.No sabía que había jacarandá en China, ni tampoco que los monos robaran zapatos, ni que éstos también tuvieran los ojos rasgados. Lo mejor fue conocer a Yang Lee y a sus extrañas artes amatorias, salir a escribir grafitis y darle masa mientras pude, mientras estuve en Shangai y hasta que Mónica se dio cuenta.


lunes, 8 de diciembre de 2008

Los barrios

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ESTACIÓN MITRE decía el cartel y tuve que bajar porque el recorrido ya había terminado. Pensé en tomarme el tren en sentido contrario y darme un rato más para seguir pensando. Pero preferí bajar y recorrer el barrio Mitre… ¿Se llamaba Mitre?
Nunca me importó mucho el nombre de los barrios, ni de las calles, mientras haya algo para comer y cobren barato. Caí en el buffet del Club Juventud Unida y un gordo en cuero y con delantal me dijo de mal modo:
-¿Qué le sirvo?
-Ginebra y queso.
La bebida del valiente y el alimento del perezoso. Al gordo le veía cara conocida, pero sus modales infundían tanto terror que preferí no decirle nada. Detrás del mostrador había una chica, algo gordita y despeinada que no dejaba de mirarme.
-¿Qué mirás, pajero? –me gritó el gordo
-Nada, nada, jefe.
-Me estás mirando a la pendeja y encima te hacés el dolobu, acá, en mi boliche. ¿De qué barrio sos?
Le dije eso de que los barrios no eran importantes y ahí nomás me dijo:
-¡Ahora te fajo!
-¿Qué te pasa, gorda maraca? –le grité.
Rompí la botella de Ginebra que había quedado en el mostrador y di un paso al frente.
Cuando estábamos cara a cara, a punto de matarnos, supe quién era. La gorda maraca era mi primer novio.

Bienvenida

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Cuando la vio aparecer en el andén, lo sorprendió que hubiera engordado tanto.
–Silvio, casi no te reconozco. ¿Qué hacés con esa barba? En casa están los primos, vamos y después ves.
Su diálogo interior se transformó en un monólogo que repetía: “no fue a esta mujer a quien llevé al aeropuerto”.
–Silvito, no te imaginás lo contenta que está la Nelly con tu visita.
Cuando Carla terminó la oración, Silvio intentaba olvidar que su debut sexual se había convertido en un gorila rubio. La gente va cambiando, todo el tiempo, a cada rato pero no creía que Carla estuviera tan descuidada. Las fotos que mandaba por Internet estaban photoshopeadas o de ángulos raros, ahora entendía.
“Hija de puta, con photoshop me hizo subir a un tren y venir hasta acá”.

Ahora lo único que deseaba era que su hermana Nelly, quien lo iba a alojar, no siguiese tan amargada como siempre. Y que hubiese preparado un asado, eso sí: “Si no hay polvo, hay asado”.
Se sentaron a la mesa; Silvio, entre Carla y Nelly. Las dos le acariciaban las piernas. Desesperado, entre el asco y el placer, se paró a buscar la sal. Ahí se puso a charlar un rato con el marido de la Nelly para atrasar un rato la vuelta a la mesa. Parecía que ahora las dos estaban peleando. Y la verdad, que entre tanta gorda fulera, el marido de la Nelly le empezó a parecer lindo tipo.
A la noche, en esa piecita de mala muerte que le dieron, entraron los tres y se dio cuenta de que estaba todo preparado de antemano.

lunes, 1 de diciembre de 2008

El fondo del universo

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Toto:

Lo inerme nos habita en las entrañas, se nos revela en las soledades y angustias, nos pone frente a lo inasible del misterio del universo y nos interroga sobre nuestra posición en el mundo. Ha llegado, lo pude sentir, el momento de congregarme con los ideales que me transporten al epicentro del sentir, para poder navegar hacia los fondos de la conciencia y de la sabiduría, hasta encontrar algún rito de pasaje que me permita remover el sustrato de mis imágenes. No hay salida ni escape hasta que sepanos cuáles son las cadenas que nos prohíben los gozos y las sombras, querido amigo. Acaso vos nunca puedas preguntarte sobre los páramos del sentido, sobre el devenir de lo otro en el cosmos, no lo sé, a lo mejor sí lo has hecho, incluso antes que yo, qué importa quién lo hizo primero, después de todo.

No voy a relatarte las navegaciones que me llevaron por el espacio, querido Toto, hacia los confines de la experiencia. Sólo voy a decirte que el punto de partida es siempre el interior, aquello indecible, inaprensible, insensible, indetenible, imposible, intransitable como Libertador el otro día. Ahora lo sabés, hermano mío. La fuerza que nos llama y pide que la rescatemos es el grito conmovedor de nuestro interior que lucha por conseguir una nueva identidad cósmica que nos acompañe. Te deseo mucha suerte en tu viaje al interior, Toto, y ojalá que tengas el coraje de afrontarlo.

Cariños,

El Gordo.

PD: Le estoy cuidando la casa a mi primo acá en Haedo, él está de vacaciones en Santa Teresita. Si tenés para el pasaje venite que la pasamos bomba, estoy llenando la pelopincho.