jueves, 4 de septiembre de 2008

El extraño del pelo blanco

Rocha tiene para ofrecer unas playas increíbles, pero el pueblo es un pueblo: una plaza central, cercada por el cine/teatro, la comisaría, la municipalidad y la iglesia, ochavas coloniales, calma y novedades poco novedosas. Una tarde de enero del 95, a la hora de la siesta, lo más llamativo era un muchacho morocho con el pelo blanco. La mochila remarcaba que era un turista.

Dos amigos de unos quince lo vieron y quisieron averiguar algo más sobre el curioso sujeto, por ejemplo, si fumaba porro, que ellos tenían: uno llevaba en la mano un ladrillito envuelto en una bolsa envuelta en diario. Charlaron del micro que se tenía que tomar el forastero a Punta del Diablo, y de su pelo.

–Tengo un hermano peluquero, es un regalo de cumpleaños.
–Ah. ¿Querés pegar maconha?
–A ver… bueno, dame cincuenta uruguayos.

El pibe cortó una piedra, se la puso en la mano, y le señaló la otra esquina de la plaza:
–Aquel es el tuyo, dale que sale.
–Gracias, chicos.

El viajero de pelo blanco se ubicó en su lugar, atrás de todo, al lado de la puerta del baño, del lado de la ventanilla, con la idea de empaquetar el faso cuanto antes, y ni bien apoyó las cachas en el asiento vio subir a cuatro uniformados. Los agentes de la ley enfilaron derecho para el fondo, obviamente observando al tipo del pelo teñido.

El extraño, de pronto cercado por cuatro policías, empezó a transpirar (el porro en su mano se humedecía y le parecía que iba a oler más fuerte) y en un intento desesperado por evadir su arresto inminente, se paró con cara seria y pidió permiso para pasar al baño.

–Suyo, señor –dijo chistosamente uno de los milicos. Y todos se movieron y curvaron para darle paso.

Entró y dudó entre poner la bocha en una bolsita y guardársela en las bolas o tirar todo por la ventanilla. “Si zafé hasta acá, ya fue”, razonaba, y pegar no era fácil, y menos esa cantidad a ese precio. Armó el canuto, se lavó las manos, salió y le aclaró a un oficial que le estaba ocupando su butaca, esgrimiendo el pasaje.

–Eh, vo’, levantáte y dejá sentar al señor que parece enojado –dijo en broma otro.

La ley estaba fuera de servicio, y no había tiempo para injusticias. Los polis son polis las veinticuatro horas; estos eran tipos que volvían a sus casas cansados: estaban más para tomarse una fría que para imponer su autoridad. Se fueron quedando en tres pueblitos más pequeños y tranquilos que Rocha. El chico de pelo raro llegó a charlar un momento con el último en bajar, y se dio cuenta de la ventaja de ser tan visible, de que gozaba de una pequeña impunidad para el resto del viaje: quién iba a sospechar que alguien tan fácil de reconocer fuera a hacer algo inapropiado. Y se saboréo un fino mentalmente.

Fernando Aíta

2 comentarios:

Hilario González dijo...

Quizás esa historia no podría transcurrir en el gran Buenos Aires. Es esa sensación que lo uruguayo es más relajado.

Buena moraleja.

N. H. dijo...

Completo glosario de la falopa fumable.