miércoles, 22 de octubre de 2008

La Playboy robada

Era un jueves de primavera. Estábamos en séptimo grado y Pipi Federizi vino a comer a casa. Después de las milanesas con papas fritas, fuimos a jugar a la pelota y tirar piedras a la plaza. En esa época el intendente Sagol le dio a Gimnasia de Sarandí el terreno que ocupaba el centro: un rectángulo de tierra y conchilla donde los fines de semana en horario central jugaban los grandes y en la semana los pibes. Atrás de un arco estaba el busto de Moreno que Pito tumbó a cascotazos y en el otro un mástil donde se juntaban presuntos faloperos.

A un costado de la cancha en obra estaba La Casita: cuatro paredes blanqueadas sin ventanas (con pintadas y rastros de fogatas) y una puerta de chapa con candado. En otra época habrían guardado herramientas de jardinería; nosotros usábamos el techo de guarida y punto de reunión. Ahora era el pañol de los albañiles, dos paraguayos o correntinos o chaqueños (se gritaban cosas en guaraní): uno alto y flaquito como un pino, de cara chupada y pelos grises; otro gordo de cara colorada, gorro tipo Piluso y bigototes de policía.

Cuando llegamos no había señales de laburo: los tipos estarían comiendo o durmiendo la siesta en algún lado. Rodeamos La Casita y Pipi, que era de manos ligeras, me dijo:
-Negro, hay una pléiboi. Fijate que no venga nadie y la manoteo.
Ni llegué a mirar alrededor y escuché “listo, rajemos”.

Nunca había visto una. Tenía cosas para leer y menos fotos de las que pensaba pero las minas, infernales, posaban totalmente en pelotas. Como no queríamos hacernos la paja juntos, nos repartimos las páginas que más le gustaban a cada uno y sorteamos las otras.

Después, esa misma tarde, volvimos a la plaza. Estaban los tipos dándole a la pala y acarreando baldes. El gordo de bigote ni bien nos vio nos pegó el grito y, desprevenidos, nos acercamos.

-Eh, pendejos pajeros, ustedes me robaron la plaibói. Se van a llenar de pornocos por malditos.
-Nosotros no robamos nada...
-Si los vi merodeando...
-No, señor, nada que ver.
-Vamo'a ser una prueba,- dijo mirándome- yo te voy a arrancar uno de esos pelito que tenés de bigote: si se te cae una lágrima, es que mentís.
Me quedé duro. El tipo cazó un pelito con las uñas, tiró, y nada.
-Pa' mí que mentís igual, pero te la bancaste, che.
-Yo no miento, ya vio.
-Tá, vayansé, y que no los vea ni cerca de acá, mocoso.

Nos fuimos caminando derecho a celebrar nuestra especie de victoria.
Al día siguiente cada uno llevó sus páginas a la escuela.
Ese verano empezaron a aparecer los granitos.



Fernando Aíta

3 comentarios:

Hilario González dijo...

¡Qué buena aventura! Me gustaron los detalles barriales, la descripción de La Casita, la extraña forma de comprobar una mentira, la maldición del gordo que se cumple al final.

Comentario de viejo: esa niñez ya murió.

Anónimo dijo...

Me quedé con la sensación de haber estado en esa plaza y con el dolor por el bigotito ido. En este contexto, "dándole a la pala" invita a una relectura entrelíneas.

Hilario González dijo...

ajaja... lo de "dándole a la pala" es verdad.