lunes, 29 de diciembre de 2008

Energía y materia

Diana se sentaba delante de mí en las clases de lógica. Me enamoré de su nuca, blanca y lisa, como de porcelana. Si ella movía la cabeza, yo respiraba su olor, a flor, a pasto, a bosque, a mar. Estaba enamorado de ese perfume lejano como un recuerdo. Diana era inmaterial. Recién al final del semestre me animé a hablarle y por una cuestión con un libro que yo tenía que prestarle, o ella a mí, me dijo que pasara al día siguiente por su casa.

Cuando me abrió la puerta de su departamento, creí entrar en una pecera llena de éter perfumado. Ahí adentro la luz caliente y sucia de la calle se convertía en aire liviano. No había casi muebles. Diana estaba vestida de claro, pantalones anchos y camisa blanca. Estaba descalza. Así debían ser los djinns de las mil y una noches. Trajo una bandeja con dos jarros y se sentó en un almohadón en un costado de la pieza. Me dijo que era té de rosas. Yo nunca lo había probado y se me ocurrió que el perfume misterioso de Diana debía ser el de ese té. Me senté en el otro almohadón y, como siempre que estaba frente a ella, no supe que decir.

De repente sentí el olor, inconfundible. Levanté un poco el pie izquierdo y miré mi zapatilla. Ahí estaba: una pasta amarillenta metida en el dibujo de la suela. Casi me da una arcada, de asco, de desesperación, era el final de todo lo que todavía no había empezado. No dije nada, me paré con cuidado y caminé hasta la puerta, pisando con el costado del pie para no ensuciar el piso de madera clara. Me saqué las zapatillas en la entrada y volví a sentarme con una sonrisa estúpida. Diana seguía sentada con las piernas cruzadas y la paz de una estampa japonesa.

Me alcanzó uno de los jarros, me lo acerqué a la nariz. Olí, buscando inspiración. Volví a oler. Con espanto me di cuenta de que el vapor de las rosas se mezclaba con otro olor, no el de recién, otro más sutil pero igual de inmundo: el olor a pie, mis pies, las cuadras que había corrido en el calor de la tarde. Me pareció que Diana fruncía la nariz. Pensé sacarme las medias, pero la imagen mis pies al lado de los pies descalzos de Diana, como recién salidos del mar, sus uñas nacaradas, era incongruente. Para alejarlos, me arrodillé y me senté sobre los talones. Era una posición absurda, incomodísima, ridícula. Las piernas se me acalambraron y el olor seguía ahí instalado, rodeándonos. Era el olor del jean, que no me cambiaba desde hacía días, el olor del morral, que arrastraba la mugre del colectivo, de la ciudad, de la fritanga del bar donde había almorzado a mediodía. Me tomé el té casi de un trago, apenas si le sentí el gusto, le dí el libro, o me lo dio, y me fui.

A Diana la perdí para siempre en las vacaciones. Desde entonces preferí enamorarme de chicas de carne y hueso.

2 comentarios:

Velas a Balzac dijo...

Me encantaron todos los elementos: las clases de lógica, las costumbres orientales, la misteriosa pisada, los aromas urbanos, la seducción maltrecha.... Muy bueno.

Hilario González dijo...

Me gustó cómo una cosa incómoda dio lugar a otra y luego a una sucesión de olores feos invadiendo a los olores lindos.
¡Qué situación!